sábado, 5 de abril de 2008

LIBRO COMPLEMENTARIO- CAPITULO 2


Capítulo 2

El misterio de su Deidad

"E indiscutiblemente, grande es el misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu, visto de los ángeles, predicado a los gentiles, creído en el mundo, recibido arriba en gloria"

(1 Timoteo 3:16).

¿Q

ué significa esta declaración? ¿Por qué habla del "misterio de la piedad" y no, más bien, del "misterio de Dios"? ¿Y a qué se refiere cuando dice que esta persona ha sido vista "de los ángeles"? ¿Qué los ángeles en el cielo no ven siempre la faz de Dios? (Mateo 18:10). ¿Por qué fue tan importante que los ángeles lo vieran?

Lo que estamos tratando aquí es el misterio de un hombre que es Dios: extraordinario concepto en el pensamiento humano. En pa­labras del teólogo y erudito en religiones comparadas, Ernest Valea, "las únicas religiones que admiten una verdadera encarnación de la Realidad Última en forma humana y la consideran muy importante ni su teología son el hinduismo vaishnava y el cristianismo. Ambos asumen que Dios descendió al mundo y habitó entre los seres hu­manos con el propósito de salvarlos".

Valea nota varias diferencias entre las dos religiones. Entre ellas, las siguientes:

1. A diferencia del evento singular de la encarnación del cristianis­mo, "el hinduismo vaishnava atribuye diez encarnaciones (avata­res) al dios Vishnu..."

2. Estas encamaciones no son específicamente humanas, algunas han ocurrido en forma de animales.

3. "En el hinduismo vaishnava ninguno de los avatares tiene una
unión perfecta de las dos naturalezas" . Es porque en el hinduismo el cuerpo físico es considerado "una mera vestidura que se pone y se quita", haciendo así imposible que haya cualquier "asociación real del dios con un cuerpo físico".

4. Ninguna de las encarnaciones hindúes tiene, por tanto, una base histórica. [1]

Pero el cristianismo se mantiene de pie o cae con la historicidad de Jesús. La encarnación "irrumpe en la historia presentando a Jesu­cristo como el Dios-Hombre histórico que nació, vivió y murió hace casi dos mil años. Si su vida no fuera un evento histórico singular, to­da su enseñanza sería absurda. Si sacamos de la historia sus preten­siones, milagros, pasión y resurrección, no le dejamos nada al cris­tianismo". [2]

Considero que las valoraciones de Valea están perfectamente en­focadas, y para mí significan que el cristianismo es la única religión del mundo que tiene un verdadero misterio entre manos. Porque proclama la extraordinaria pretensión de que la persona histórica llamada Jesús de Nazaret, una figura que (como todos los historia­dores serios concuerdan) vivió en realidad en Palestina hace dos mil años, fue al mismo tiempo Dios encarnado, el Dios eterno en carne humana. "Fue manifestado en carne, justificado en el Espíritu [...] recibi­do arriba en gloria" (1 Timoteo 3:16).

Una enorme cantidad de energía erudita se ha invertido a través de los siglos en el esfuerzo por empequeñecer la figura de Jesús, y las afirmaciones de su deidad que aparecen en el Nuevo Testamento no se han llevado bien con el racionalismo, ni siquiera con el cristianismo. Sin embargo, esta es la definida posición de la Escritura como Un todo, y del Nuevo Testamento en particular.

Ecos en el Antiguo Testamento

En el libro del Génesis escuchamos acerca de una misteriosa "si­miente", un descendiente de "la mujer", quien un día "aplastaría" la cabeza de aquella serpiente simbólica (Génesis 3:15). Es una promesa repetida al patriarca Abraham, aunque en un contexto diferente (Génesis 22:18) y más tarde aplicada por Pablo a Cristo y su obra: "Ahora bien, a Abraham fueron hechas las promesas, y a su simiente. No dice: Y a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: Y a tu simiente, la cual es Cristo" (Gálatas 3:16). Conclusión: Jesús es aquel Mesías divino largamente esperado.

Y si Jesús fue el cumplimiento de aquella profecía críptica de Isaías, entonces, ciertamente, era Dios. Dijo el antiguo profeta: "Por­que un niño nos es nacido, hijo nos es dado, y el principado sobre su hombro; y se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre Eterno, Príncipe de Paz" (Isaías 9:6).

Aquellas trascendentes palabras nos dejan sin aliento. Nos trans­portan a un reino diferente, y sabemos, instintivamente, que nunca podrían aplicarse a un ser humano ordinario. Hablan, después de todo, de un niño que es, además, Dios Fuerte y Padre Eterno. Señalan a una extraordinaria personalidad, única, no solo en la historia hu­mana, sino también (si queremos decirlo así) en la historia del uni­verso. Son tan asombrosamente exorbitantes, como para carecer to­talmente de sentido si no son verdaderas. Pero, si son verdaderas, contienen un misterio que está completamente más allá de lo que la mente humana puede comprender.

Y existen otras declaraciones del Antiguo Testamento que señalan a este asombroso fenómeno. Miqueas, quien era contemporáneo de Isaías, habló de alguien que iba a nacer en Belén Errata "cuyas salidas son desde el principio, desde los días de la eternidad" (Miqueas 5:2).

¡Si usted piensa que Miqueas tuvo dificultades para expresarse aquí, entonces póngase en su lugar e imagínese tratando de describir el asombroso fenómeno del Dios del universo viniendo en carne humana a una aldea local de su propio país! ¿Qué lenguaje podría utilizar una persona para expresar este misterio que nubla la mente y clausura el entendimiento? Yo creo que Miqueas hizo lo mejor que pudo, y cualquier problema que tengamos con el texto surge del he­cho de que el tema en cuestión es, simplemente, demasiado grande para que las palabras humanas puedan expresarlo.

El testimonio del Nuevo Testamento

Al llegar al Nuevo Testamento encontramos a Mateo, el primer li­bro, volviendo al Antiguo Testamento para enfocar el mismo misterio divino. Refiriéndose al nacimiento del Cristo niño, dice: "Todo esto aconteció para que se cumpliese lo dicho por el Señor por medio del profeta cuando dijo: 'He aquí, una virgen concebirá y dará a luz un hi­jo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con noso­tros'" (Mateo 1:22-23, cf. Isaías 7:14). Y Lucas reporta las palabras del ángel a la joven virgen Mana: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por lo cual el Santo Ser que nacerá, será llamado Hijo de Dios" (Lucas 1:35).

Los creyentes primitivos que proclamaron por primera vez este extraordinario mensaje no fueron un puñado de incultos e ignoran­tes aldeanos. Sin debatir el asunto o tratar tenazmente de explicarlo, de todos modos comprendían algo de su complejidad. Yendo direc­tamente contra los buscadores de sabiduría de su tiempo, el apóstol Pablo declaró: "Porque los judíos piden señales, y los griegos bus­can sabiduría, pero nosotros predicamos a Cristo crucificado, para los judíos ciertamente tropezadero, y para los gentiles locura; mas para los llamados, así judíos como griegos, Cristo poder de Dios, y sabiduría de Dios" (1 Corintios 1:22-24).

La referencia a Jesús como "piedra de tropiezo" va más allá de la superficie de las palabras mismas. Pablo no estaba describiendo a Jesús simplemente como a un cierto tipo de fastidio o impedimento para los judíos. Más bien, atacó directamente el mismo corazón de lo que había hecho a Jesús objetable para su propio pueblo, es decir, su pretensión de ser el Mesías y de ser Dios. Estos eran los puntos centrales de la controversia entre Jesús y el establishment judío, y llegó a su clímax en la sala del tribunal de un gobernador romano al final de su ministerio.

De pie, ante Pilato, y haciendo frente a la más seria acusación que los judíos podían lanzar contra él, Jesús siguió guardando silen­cio: "Pero Jesús no le respondió ni una palabra; de tal manera que el gobernador se maravillaba mucho" (Mateo 27:12-14). Profundamen­te impresionado, Pilato había buscado los medios para ponerlo en li­bertad, solo para encontrar la más tenaz resistencia de parte de los dirigentes judíos y de la multitud.

Luego el incidente, mencionado solo por Mateo: Mientras el go­bernador estaba sentado en el tribunal, recibió una nota urgente en­viada por su esposa. ¡Esto habla de un intenso drama!

Comentando este incidente, Elena G. de White escribió lo si­guiente: "En respuesta a la oración de Cristo, la esposa de Pilato ha­bía sido visitada por un ángel del cielo, y en un sueño había visto al Salvador y conversado con él. La esposa de Pilato no era judía, pero mientras miraba a Jesús en su sueño no tuvo duda alguna acerca de su carácter o misión. Sabía que era el príncipe de Dios. Le vio juzga­do en el tribunal. Vio las manos estrechamente ligadas como las ma­nos de un criminal. Vio a Heredes y sus soldados realizando su im­pía obra [...]. Vio a Cristo sentado sobre la gran nube blanca, mien­tras toda la tierra oscilaba en el espacio y sus homicidas huían de la presencia de su gloria. Con un grito de horror se despertó, y ense­guida escribió a Pilato unas palabras de advertencia [...]. Mientras Pilato vacilaba en cuanto a lo que debía hacer, un mensajero se abrió paso a través de la muchedumbre y le entregó la carta de su es­posa que decía: 'No tengas que ver con aquel justo; porque hoy he padecido muchas cosas en sueños por causa de él'". [3]

Con la críptica advertencia en sus manos, Pilato hizo todavía ma­yores esfuerzos para encontrar una forma de librarse de la responsa­bilidad de juzgar a Jesús; pero "los judíos le respondieron: Nosotros tenemos una ley, y según nuestra ley debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios" (Juan 19:7). La expresión "Hijo de Dios" (huios theos) era una frase técnica cuyo significado no se le escapó a Pilato. Comprendió que aquella frase implicaba el origen divino de la per­sona que habían presentado delante de él. Despertado por la pecu­liar acusación, "tuvo más miedo. Y entró otra vez en el pretorio", para preguntarle a Jesús: "¿De dónde eres tú?" (Juan 19: 8).

No era una pregunta que podía contestarse con una respuesta como: "De Nazaret, de Jerusalén, o de Atenas". No, uno siente que aquí se pregunta algo más profundo. Y aunque no podemos saber la respuesta particular que Pilato esperaba, su intención parece clara. Quería evaluar la respuesta de Jesús contra el fondo de la extraordi­naria acusación hecha por lo judíos de que esta persona "pretendía ser el Hijo de Dios".

Pilato nunca obtuvo la respuesta que buscaba. Pero los judíos ya la sabían. Porque en algún momento en las últimas horas del jueves o las primeras de aquel viernes, el sumo sacerdote había confrontado a Jesús con una pregunta directa, bajo el más solemne protocolo del sistema legal judío: "Te conjuro por el Dios viviente, que nos digas si eres tú el Cristo, el Hijo de Dios" (Mateo 26:63). La respuesta de Jesús, de igual solemnidad, siguió inmediatamente: "Tú lo has di­cho; y además os digo que desde ahora veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo" (Mateo 26:64).

Al admitir que era el Hijo de Dios (o el "Hijo del hombre": otra expresión llena de significado con respecto a la persona y naturaleza de Jesús), comprendió (y sabía que sus oyentes comprendían) el pleno significado de aquella reivindicació n. En Juan 10, después de referirse a Dios como "mi Padre", declarando "yo y el Padre uno so­mos"; los judíos se dispusieron a apedrearlo. "Por buena obra no te apedreamos", le dijeron, "sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios" (Juan 10:29-33).

La evidencia de la deidad de Cristo en los Evangelios y en el resto del Nuevo Testamento es simplemente abrumadora, demasiado para hacerla caber en este espacio. "Antes que Abraham fuese, yo soy", les dijo Jesús a las autoridades religiosas (Juan 8:58), invocando la sa­grada designación de Dios en el Antiguo Testamento (véase Éxodo 3:13-14). "Hijo, tus pecados te son perdonados", le dijo al paralítico. Y Marcos da la razón por la cual lo dijo: quería que los dirigentes de los judíos supieran "que el Hijo del hombre tiene potestad en la tie­rra para perdonar pecados" (Marcos 2:5-10).

Del mismo modo tenía autoridad para recibir adoración. Des­pués de mostrarle a Tomás las evidencias de su resurrección, el hasta allí escéptico discípulo exclamó: "¡Señor mío, y Dios mío!" (Juan 20:26-28). Aquello era adoración. Jesús lo sabía. Y la aceptó (cf. Juan 9: 35-38). Los demonios lo reconocieron. Dijo uno de ellos: "Sé quién eres, el Santo de Dios" (Marcos 1:23-25, 34). Algo había en él que les dijo a los agentes del abismo que ya lo habían visto antes.

Algunas de las afirmaciones más fuertes de la deidad de Jesús en el Nuevo Testamento provienen del apóstol Pablo, oponente formi­dable anterior de la misma idea. En una extensa declaración de la ira de Dios en el capítulo 2 de Romanos, Pablo acusó a aquellos que habían cambiado "la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador, el cual es bendito por los siglos, amén" (Romanos 1:18-25). Está hablando, por supues­to, de aquel al que llamamos, normalmente, "Dios el Padre", y lo que notamos es que cuando llega al capítulo 9, aplica el mismo len­guaje a Jesús. "De quienes son los patriarcas, y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén" (Romanos 9:5). Estas palabras constituyen una de las más inesperadas y claras afirmaciones del Nuevo Testamento con respecto a la deidad de Jesús.

Pero nadie es más claro que Juan: "En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios. Todas las cosas por él fueron hechas, y sin él nada de lo que ha sido hecho, fue hecho" (Juan 1:1-3).

Más allá del Nuevo Testamento

En los siglos posteriores al Nuevo Testamento la iglesia habría de luchar con las implicaciones de este asombroso misterio. ¿Cómo podrían coexistir la humanidad y la divinidad en la misma persona? Y la historia de la iglesia cristiana está llena de aquellos que encon­traron que tan extraordinario concepto era demasiado para tragárse­lo sin discusión.

Los gnósticos de los primeros siglos no fueron más que la pri­mera oleada de objetares que atravesaría los siglos, hasta hoy. Pero aunque las preguntas serían directas e incisivas, lo que vemos en los primeros siglos son las turbulencias de un debate, por lo general, dentro de una atmósfera de fe y reverencia. Fueron los pensadores cristianos luchando para comprender conceptos que, básicamente, ya creían.

Pero, como mencionamos en el capítulo anterior, todo esto cam­biaría a partir del Siglo de las Luces, en los siglos XVII y XVIII, cuan­do se desarrolla la idea de que "había elementos en el concepto que la iglesia tenía de Jesús que, cuando se los examinaba críticamente, no eran más que embellecimientos posteriores" . Y la idea era que "al quitarlos, se revelaría una figura diferente, quizá, incluso contradic­toria a" lo que el cristianismo tradicional siempre había creído que era. [4]

Fue en esta atmósfera donde nació la llamada "Búsqueda del Jesús histórico". Fundamentalmente, fue un esfuerzo por empeque­ñecer a Jesús, por presentarlo como lo que los eruditos de esta es­cuela pensaban que era: un hombre ordinario que tenía dones ex­traordinarios.

La historia de todo ese período está saturada de eruditos luchan­do entre ellos para captar lo que cada uno consideraba ser el retrato más verdadero y más realista de Jesús. Y la influencia del movimien­to se extendió, llegando más allá de los círculos académicos, a la so­ciedad en general. Incluso un presidente de Estados Unidos entró en acción: Thomas Jefferson, el tercer presidente de la nación. Su idea era modificar el texto de los Evangelios para que se conformaran a los principios del Siglo de las Luces, resultando en lo que llegó a co­nocerse como "La Biblia Jefferson".

En la Biblia Jefferson, dice Marilyn Mellowes, "no hay historia de la anunciación, el nacimiento virginal o la aparición de los ánge­les a los pastores. La resurrección ni siquiera se menciona". Lo que Jefferson pensó que había encontrado era "un gran maestro de Senti­do Común. Su mensaje fue la moralidad del servicio y el amor abso­luto. Su autenticidad no dependía del dogma, y de la Trinidad, ni si­quiera de la pretensión de que Jesús había sido singularmente inspi­rado por Dios". [5]

El "evangelio" de Jefferson termina así: "En el lugar donde fue crucificado había un jardín; y en el jardín un sepulcro nuevo, en el cual nadie había sido puesto. Allí colocaron a Jesús y rodaron una gran piedra a la puerta del sepulcro y partieron". [6]

En su celebrada obra, The Quest of the Historical Jesus (ya men­cionada), Albert Schweitzer desacreditó la miope filosofía de este movimiento que había tenido tanta influencia sobre la erudición en el período anterior. Pero incluso así, la tendencia en esa dirección continúa en nuestro tiempo, y muchos encuentran más aceptable admirar a Jesús en el nivel humano, verlo como uno de nosotros. Extremadamente dotado, pero no una personalidad celestial, y espe­cialmente, no una deidad.

El controvertido teólogo norteamericano Jack Spong, en la pri­mera de sus "doce tesis", arguye que "El teísmo, como una forma de definir a Dios, está muerto". "Dios", dice, "ya no puede ser compren­dido [...] como un Ser, sobrenatural en poder, morando en el cielo y preparado para invadir la historia humana periódicamente para im­poner la voluntad divina". Y "siendo que Dios ya no puede ser con­cebido en términos teísticos", dice en su segunda tesis, "llega a ser absurdo el intento de comprender a Jesús como la encarnación de la deidad teística. De modo que la cristología de los siglos está en bancarrota". [7]

No obstante estas negaciones, nunca debemos perder la admira­ción por este gran misterio: Que Aquel que vivió entre nosotros hace unos dos mil años era el Dios eterno. "Precisamente cómo sucedió esto", dice el Arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, "es un mis­terio sobre el cual la iglesia debe ser reservada". "Aclarar todo eso", dice, "es un trabajo de pesadilla que nadie ha hecho nunca en reali­dad". [8]

Sin embargo, mientras Williams luchaba con este impenetrable enigma, le pareció que él mismo iba a la deriva, definiendo la en­carnación como "una vida humana que no pone obstáculos a la ac­tividad de Dios en ningún tiempo". [9] Al decirlo así parece estar lle­gando a un racionalismo que niega lo sobrenatural. Esto se hizo más claro en 1998 en una respuesta a Jack Spong. De acuerdo con Williams, el cristianismo histórico "no dice que el Dios 'teístico' (i. e. un individuo divino que vive fuera del universo) se convierte en miembro de la raza humana". [10]

Pero es esa, precisamente, la querella del Nuevo Testamento, el cual en forma práctica considera a Jesús como Dios, y objeto apro­piado para la adoración y la veneración. La Palabra, que era Dios, se hizo carne, dice Juan. "Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad" (Juan 1:14). Y Pablo (en la re­ferencia citada arriba) después de trazar el linaje humano de Jesús hasta los patriarcas, inmediatamente hace la escandalosa afirmación de que él es "Dios sobre todas las cosas, bendito para siempre" (Romanos 9:5). Y considere la extremada audacia de la propia respuesta de Jesús a Felipe cuando este le pidió que les mostrara al Padre: "¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe?, el que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos al Padre?" (Juan 14:9).

En ese mismo capítulo Jesús diría un poco más tarde "voy al Padre", haciendo así una clara distinción entre él y otra personali­dad divina. Pero aquí en 14:9 quiere enfatizar claramente que la persona a quien Felipe le estaba hablando pertenecía, esencialmente, a otro reino; que había venido desde el mismo corazón de la Deidad; que él era el que el antiguo profeta tenía en mente cuando habló de un "Niño", "un Hijo", que al mismo tiempo es "Dios Fuerte" y "Padre Eterno" (Isaías 9:6).

Fue contra este fondo de tan trascendentes realidades que Pablo escribió las palabras de 1 Timoteo 3:16, citadas al principio de este capítulo. Muchos las ven como un himno cristiano primitivo de la encarnación, refiriéndose primero, y antes que todo, al fenómeno de Jesús viniendo en carne humana ("él apareció en un cuerpo"). Continuando, dice que Jesús fue "justificado en el Espíritu", refirién­dose, creo yo, a la ocasión de su bautismo, cuando el Espíritu des­cendió sobre él como paloma y la voz del Padre expresó su compla­cencia en él (Mateo 3:17). El himno, entonces, se refiere a Jesús como siendo "visto por los ángeles", refiriéndose a los ángeles que lo encontraron en una luz totalmente diferente, en un estado en el que nunca antes lo habían visto. Fueron testigos de sus necesidades, sus tentaciones, sus sufrimientos. Lo vieron en las garras de la pobreza y la necesidad; rechazado y afligido. Y, finalmente, durante su pasión, lo vieron como el Siervo sufriente de Dios, una realidad completamente nueva para ellos. ¡Impensable! Este mensaje de la cruz, de acuerdo con este antiguo himno, no pertenece solo a los judíos, sino a todos los pueblos, de aquí la declaración de que Cristo fue "predicado a todas las naciones", su mensaje encuentra aceptación mucho más allá de los estrechos confines del mundo judío. Pero el sello final se puso cuando fue recibido arriba "en gloria", referencia a su ascen­sión (véase Marcos 16:19), y a su "entronizació n", dice un comentario, revelando "el veredicto del cielo de que su misión había sido cum­plida". [11]

Pero la validación terrenal de la efectividad de la misión de Jesús siempre se encontrará en "el misterio de la piedad", "el triunfo de la gracia de Dios sobre las fuerzas del mal" [12] en las vidas de los seres humanos que se rinden ante la cruz.

Este gran misterio será nuestro estudio y nuestro cántico a través de todos los estadios sin fin de la eternidad. Aquel que caminó entre nosotros era Dios en carne humana. La contemplación de ese miste­rio literalmente nubla la capacidad actual de la mente humana. Nos llena, sin embargo, de una sublime esperanza, de una ardiente ex­pectación de todo lo que todavía falta por venir. ¡Qué privilegio te­ner esta confianza!

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