domingo, 27 de abril de 2008


apítulo 5

La maravilla de su obra

E

n el mes de diciembre de 1989 los dirigentes de las dos superpotencias mundiales, Mijaíl Gorbachov de la (entonces) Unión Soviética y George W. Bush de los Estados Unidos, se reunie­ron en la Isla de Malta, en el Mar Mediterráneo, para tratar asuntos bilaterales. Informando acerca del evento, un reportero de una cadena nacional de televisión captó mi atención y me dejó radiante de gozo.

Como algunos lectores quizá recordarán, una horrenda tormen­ta, con olas de tres metros de altura, atacó aquella región, y ninguna de las superpotencias pudo detener los vientos y la lluvia. Como dijo el anunciador de la CBS, que yo cito casi literalmente: "Fue una de aquellas tormentas mediterráneas que atacaron el barco donde via­jaba el apóstol Pablo en el primer siglo cerca de la Isla de Malta, lo cual condujo al establecimiento del cristianismo en la isla". Expre­sada en el estilo de los reporteros de noticias, aquella frase sonó co­mo música a mis oídos.

Yo soy un fan de Jesús: lo admito, y me emociono cada vez que algo ocurre, especialmente en un contexto secular, para rendirle ala­banzas. ¿Quién hubiera imaginado una mención del cristianismo en un programa noticioso de ese tipo? Lo que más me deleitó, creo yo, fue lo que aquella frase implicaba. Dado el contexto, fue un recono­cimiento tácito de que en la Biblia tratamos, no con fábulas y ficcio­nes, sino con eventos reales, gente de verdad e historia auténtica.

Y es en el mismo espíritu con que nosotros también deberíamos aproximarnos a la obra de Jesús en los Evangelios, marcada a cada paso con milagros y maravillas; ninguna realizada por su propio bien, sino por el bien de otros.

Abajo en el valle

Tendemos a asociar las montañas con la planificación y los sue­ños, y los valles con el trabajo y la actividad: el lugar donde el sueño se encuentra con la realidad, como se dice. Y a juzgar por la forma como Mateo arregla los primeros capítulos de su libro, parece tener esa distinción en su mente. Porque en los capítulos 5-7 encontramos a Jesús en la ladera de la montaña hablando y enseñando, en un sentido, soñando acerca del reino. Pero abruptamente, cuando lle­gamos al capítulo 8, llega al valle, cavando en el surco de las necesi­dades del mundo.

Cuando descendía de la montaña, dice Mateo (8:1), grandes multitudes lo siguieron; y en esa multitud estaba alguien más nece­sitado que todos los demás. Un hombre leproso vino y se arrodilló delante de él para suplicarle: "Señor, si quieres, puedes limpiarme". Desafiando las normas aceptadas, Jesús se inclinó, lo tocó, y lo sanó (versículos 2, 3).

Un centurión se aproximó. Su siervo estaba enfermo. ¿Podría Jesús ayudarlo? Él pudo. Y lo ayudó. Y el centurión volvió a su casa y encontró a su siervo sano (versículos 5-13).

Luego llegan a la casa de Pedro, y encuentran que su suegra esta­ba enferma. Jesús la sanó. Ella preparó la cena. Era sábado de noche, ¡pero no había descanso para él! Sin dejarlo descansar, la gente se reunió después de la puesta del sol: "Trajeron a él muchos endemo­niados". Echó a los demonios con la palabra y sanó a todos los que estaban enfermos (versículos 14-16).

Y así continúa en los capítulos 8 y 9, los acontecimientos se su­ceden unos a otros a velocidad máxima y Jesús está en el centro de control: calma la tempestad (8:23-27); el sanamiento de los ende­moniados (8:28-34); la curación del paralítico (9:1-8); la restaura­ción de una mujer con hemorragia (9:20-22); la resurrección de una niña que había muerto (9:18, 19, 23-26); la sanidad de dos cie­gos y de un ciego sordomudo (9:27-33). Todo el registro presenta a Jesús como el mencionado en los registros antiguos, quien tomaría sobre sí nuestras enfermedades (8:17; cf. Isaías 53:4). Al final de esta rápida descripción de las escenas introductorias del ministerio de Jesús, en un pasaje que siempre me conmueve, Mateo nos da este emocionante resumen: "Recorría Jesús todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y al ver las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor" (Mateo 9:35, 36).

Compasión e intensidad: estos dos elementos gemelos caracteri­zaron la misión de Jesús. Viajar con él era una experiencia con una serie de maravillas sin fin. La siguiente selección es solo un ejemplo:

1. Cuando rompieron el techo

Usted está sentado en la última fila de asientos. El avión aterriza... tarde. Usted tiene una conexión muy pronto. Pero todos los que es­tán frente a usted también están de pie y también tienen prisa por sa­lir. Cuerpos, cuerpos en el pasillo: impenetrable como una pared. Frustración.

Así se sentían los amigos del paralítico que querían acercarse a Jesús. Entrar por la puerta era imposible: había muchos cuerpos en el pasillo, todos tratando de acercarse más. Así que subieron al techo y bajaron al enfermo a la presencia de Jesús ¡Asombroso! "Al ver Jesús la fe de ellos, dice al paralítico: Hijo, tus pecados te son perdona­dos" (Marcos 2:5).

Pero ellos no habían traído al hombre en busca de perdón, ¡por bueno y maravilloso que eso fuera! Salud física era lo que habían venido a buscar: ¡Por eso se habían tomado la molestia de abrir el te­cho! ¡Qué desilusión escucharle ofreciendo perdón en lugar de lo que habían venido a buscar!

Pero Jesús, Maestro por excelencia como era, tenía importantes lecciones que transmitir a una audiencia que incluía algunos "escri­bas de la ley" (Marcos 2:6). Y lo logró. "¿Por qué habla este así?", se pre­guntaron. "Blasfemias dice. ¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?" (Marcos 2:7).

Debemos admitir que era una excelente observación la que hi­cieron, y una excelente pregunta. Pero el punto que Jesús quena dejar aclarado era que, por escandaloso que pudiera parecer, el Mesías ciertamente había llegado, y el Dios eterno estaba entre ellos. Y Jesús respondió a la pregunta que no habían expresado: aquí está la prue­ba que buscan: "¿Qué es más fácil, decir al paralítico: Tus pecados te son perdonados, o decirle: Levántate, toma tu lecho y anda?"

Hasta un niño habría contestado correctamente esta pregunta. Hablar es fácil, les dijo. Cualquiera que hable arameo podría haber pronunciado las palabras que acabo de pronunciar. Pero como evi­dencia de que mis palabras no son un hablar ocioso o blasfemo, y como prueba de que "el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados", fíjense en lo que voy a hacer... Y en ese mo­mento, después de una breve pausa, dijo al paralítico: "A ti te digo: Levántate, toma tu lecho, y vete a tu casa" (Marcos 2:8-11).

Aquello dejó a todos mudos y asombrados. "Nunca hemos visto tal cosa", dijeron (Marcos 6:12).

2. Cuando le hizo frente a una pesadilla humana

"Entonces fue traído a él un endemoniado, ciego y mudo; y le sanó, de tal manera que el ciego y mudo veía y hablaba" (Mateo 12:22).

El hombre que vino a Jesús aquel día tenía tres problemas: no podía ver, no podía hablar, y estaba poseído por un demonio. Quizá sea difícil para nosotros imaginar lo que significaba estar poseído por un demonio. Pero cierre sus ojos y ponga un sello sobre sus la­bios; luego trate de imaginarse lo que es no poder ver ni hablar. ¡Es, algo tan terrible, como una pesadilla! Por supuesto, él podía hacer al­go: podía escuchar, caminar, usar sus manos, etc. Pero no podía ver nada, y no tenía voz para describir nada que escuchara. Y cualquier cosa que lograra hacer sería tergiversada inmediatamente por el de­monio que lo poseía.

Pero ahora que había conocido a Jesús podía ver y hablar. ¡Y el demonio había salido de él! Ahora podía decir las cosas que había estado escuchando en silencio toda su vida; ahora podía ver a las personas que le hablaban. Ahora podía ver los rostros de aquellos que habían sido bondadosos con él durante su vida triste y misera­ble. Ahora podía ver los pájaros cuyos cantos lo habían deleitado. Las flores, las colinas, la lluvia y las nubes le sonreían ahora, en toda su maravillosa belleza. ¡Estamos hablando de una nueva vida! Era un símbolo de todo lo que Jesús quiere hacer por cada uno de noso­tros, ciegos e incapacitados por la tragedia del pecado.

3. El día que curó una mano seca

"Y mirándolos a todos alrededor, dijo al hombre: Extiende tu mano. Y él lo hizo así, y su mano fue restaurada" (Lucas 6:10).

Recuerdo bien el marco de aquel incidente: Muy temprano por la mañana en el Hotel Hilton del centro de Toronto, Canadá. Yo había estado leyendo Lucas 6, llegué al versículo 11, y la historia que ter­mina en ese punto no me permitió seguir adelante (véanse versículos 6-11). Lo que me impresionó aquel día fue la profundidad de la malicia manifestada por los fariseos y los maestros de la ley.

Allí estaba aquel hombre en la sinagoga con una mano seca. ¿Durante cuánto tiempo había estado sufriendo a causa de aquel problema? No se nos informa nada al respecto en los Evangelios. Pero era claro que los fariseos no solo no podían curarlo (algo que seguramente jamás había pasado por sus mentes), sino que no les importaba absolutamente nada el sufrimiento de aquel hombre. Aquella mañana lo único que les importaba era usarlo como anzue­lo o como carnada. Habían estado reuniendo evidencias contra Jesús, y este inválido les ayudaría en su propósito. "Así que le acechaban los escribas y los fariseos [a Jesús], para ver si en el día de reposo lo sanaría" (Lucas 6:7).

Pienso que lo que me impresionó aquel día en Toronto fue la absoluta falta de compasión, la completa ausencia de misericordia, de aquellos dirigentes religiosos. No se avergonzaban (ni al menos sintieron un poco de pena) de que ellos no habían podido sanar a aquella alma infortunada durante los años, quizá décadas, que la habían conocido; no sentían ningún rubor al encontrarlo sufriendo año tras año. Lo único que les importaba aquella mañana era en­trampar a Jesús.

¡Cuan bien conocían a Jesús: compasivo Salvador! ¡Cuan bien comprendían que él no soportaba ver sufrir a la gente! Estando Jesús y el enfermo en el mismo lugar, sabían que lo pescarían en el mismo acto: ¡de misericordia!

Pero aunque esa hubiera sido la intención original, ¿no era posi­ble que experimentaran un cambio de corazón ante aquel portentoso milagro en el momento en que ocurriera? De acuerdo con el texto, cuando el hombre extendió su mano, la vieron "restaurada" . Y en vez de expresar "aleluyas" y "gritos de alabanza", más bien "se lle­naron de furor, y hablaban entre sí qué podrían hacer contra Jesús" (Lucas 6:11). Mateo dice que "salidos los fariseos tuvieron consejo contra Jesús para destruirle" (Mateo 12:14).

¡Esto muestra lo que ocurre cuando estamos completamente ce­gados por nuestros prejuicios cultivados! ¿Cómo podríamos ser cul­pables hoy de esta misma malicia voluntaria?

4. La noche que le curó la oreja a un hombre

Enviados por los principales sacerdotes y los ancianos, llegaron aquella noche al Getsemaní armados con espadas y palos. Pero cuando arrestaron a Jesús, Pedro, cegado por la ira, intentó cortarle el cuello a un siervo del sumo sacerdote, pero falló el tajo, y únicamen­te logró cortarle una oreja (véase Lucas 22:49-51).

El comentario de Lucas referente a la respuesta de Jesús a aquel incidente es breve y al punto: "Tocando su oreja, le sanó".

Trato de imaginarme el dolor y el shock que se debe sentir si le cortan a uno la oreja; el grito de sorpresa de los que estaban cerca; la sangre que comenzó a correr; la conmoción; la confusión. Pero Jesús, viniendo al rescate, simplemente se soltó las manos que ya es­taban atadas, recogió la oreja del suelo (imagínelo), y la puso en su lugar otra vez; tan fácil, como cuando uno pone un libro caído en el librero otra vez.

¡Imagínese!

¿Qué ideas pasaron por la mente de aquel siervo? ¿Qué emocio­nes? ¿Qué pensaba de Jesús ahora? ¿Siguió pensando que era su tra­bajo aprehender a Jesús? ¿Siguió participando en el arresto de esta persona de quien había recibido un favor y una ayuda tan grandes? ¿Y cuál fue el efecto en aquellos que lo rodeaban? ¿Por qué no se de­tuvieron inmediatamente? ¿Por qué no fue este milagro una razón para detener su misión y abandonar el propósito por el cual habían venido? ¿Por qué no quedaron mudos y petrificados de asombro?

Y el hombre aquel, ¿qué historia contó cuando volvió a su casa después de este extraordinario acontecimiento? ¿Cómo le explicó a su esposa su nuevo interés en sus orejas? ¿Qué efecto duradero tuvo este incidente sobre él? ¿Llegó a ser con el tiempo seguidor de Jesús?

¿Qué historias revelará la eternidad de la influencia final y defi­nitiva que tuvo este acto de Jesús?

5. La ocasión en que resucitó a un hombre que ya tenía cua­tro días muerto y sepultado

Quizá la resurrección de Lázaro (Juan 11) fue el milagro cumbre del ministerio público de Jesús, y ocurrió en Betania, a la misma sombra de Jerusalén (que estaba a solo tres kilómetros de distancia), la cuna de la oposición al Salvador. Jesús recibió noticias de la enfer­medad de Lázaro y voluntariamente retardó su arribo, llegando fi­nalmente a la escena cuatro días después de la muerte de su amigo. Marta, la hermana de Lázaro, protestó, cuando Jesús ordenó quitar la piedra que cubría la entrada del sepulcro. ¡No, dijo Marta, para esta hora ya hiede, después de todo, ya han pasado cuatro días!

Pero Jesús insistió. Y la piedra fue removida. Y luego el dramáti­co llamamiento: "¡Lázaro, ven fuera!" (versículo 43). "Y el que había muerto salió, atadas las manos y los pies con vendas, y el rostro en­vuelto en un sudario" (versículo 44). Luego vienen las palabras finales de Jesús: "Desatadle y dejadle ir" (versículo 44).

Leemos el relato de este evento y la familiaridad ya ha hecho su obra. Nuestro pulso no se acelera, nuestros corazones no laten más aprisa, no altera la emoción nuestra voz. Pero en aquellos raros mo­mentos en que tomamos tiempo para reflexionar profundamente re­conocemos que aquel fue un hecho verdaderamente asombroso, sin precedentes en el registro bíblico. ¡Imagine el rumor que suscitó este fantástico acontecimiento! ¡Imagine el asombro en la región circun­dante! La gente vino, seguramente, de cerca y de lejos, para ver al hombre maravilla: ¡El que había estado muerto y ahora vivía otra vez!

De acuerdo con el texto, "muchos de los judíos que habían veni­do para acompañar a María, y vieron lo que hizo Jesús, creyeron en él". Pero también dice que "algunos de ellos fueron a los fariseos y les dijeron lo que Jesús había hecho" (Juan 11:45, 46).

¿De modo que, cuál sería la reacción de estos dirigentes judíos? ¿Asombro? ¿Maravillados por el gran poder de Dios? En lo absoluto. Lejos de llenarse de asombro, "reunieron el concilio". "¿Qué haremos?", dijeron, "porque este hombre hace muchas señales. Si le dejamos así todos creerán en él; y vendrán los romanos, y destruirán nuestro lu­gar santo y nuestra nación" (Juan 11:47, 48).

¡Increíble! ¿Qué otro ejemplo nos da la historia de una dureza de corazón tan grande? ¿Qué palabra existe en el idioma español que pueda describir adecuadamente tal dureza de corazón? Es una intransigencia crónica. Es prejuicio del más elevado calibre: ciego y fuera de control.

Luego, cuando uno pensaba que ya no podía ocurrir nada peor, ocurrió. Jesús fue a Betania a participar en una comida que hicieron en su honor. Muchas personas, aprovechando la ocasión, se presen­taron en la aldea: "No solamente por causa de Jesús, sino también para ver a Lázaro, a quien había resucitado de los muertos" (Juan 12:9). Y entonces aquí se produce lo increíble: "Pero los principales sacerdotes acordaron dar muerte también a Lázaro, porque a causa de él muchos de los judíos se apartaban y creían en Jesús" (Juan 12:10, 11).

¡Ya no podemos asombrarnos más, nuestras bocas quedan mu­das de asombro!

El hombre maravilla

Toda una serie de otros actos espectaculares de Jesús merecería ser analizada aquí, pero el espacio no lo permite. ¡La merienda de un muchacho se multiplica misteriosamente en las manos de Jesús y alcanza para alimentar una hambrienta multitud! (Juan 6:5-13). Como se había quedado en la otra orilla del lago, Jesús se reúne con sus seguidores a medianoche ¡caminando sobre el agua! (Juan 6: 16-20). Cuando un recaudador de impuestos lo visita, un Salvador empobrecido financieramente envía a Pedro a pescar para recibir ayuda: "Ve al mar, y echa el anzuelo, y el primer pez que saques, tó­malo, y al abrirle la boca, hallarás un estatero; tómalo, y dáselo por mí v por ti" (Mateo 17:27).

Las palabras humanas no pueden captar la majestad y el poder de este ministerio asombroso. Al describir el tropel de gente que vino a escuchar el Sermón del Monte que pronunció Jesús, Lucas nos da algo de la composición y motivación de aquella multitud que se reunió para escuchar al Salvador: "Una gran multitud de gente de toda Judea, de Jerusalén y de la costa de Tiro y de Sidón" (Lucas 6:17; cf. versículos 12-16). ¿Y por qué habían venido? "Para oírle, y para ser sa­nados de sus enfermedades [...]. Porque poder salía de él y sanaba a todos" (Lucas 6:19).

Cuando Mateo describió una escena similar, dijo: "Y se le acercó mucha gente que traía consigo a cojos, ciegos, mudos, mancos, y otros muchos enfermos; y los pusieron a los pies de Jesús, y los sanó. De manera que la multitud se maravillaba, viendo a los mudos ha­blar, a los mancos sanados, a los cojos andar, y los ciegos ver; y glo­rificaban al Dios de Israel" (Mateo 15:30, 31).

¡Eso es poder!

Dijo Elena G. de White: "Había aldeas enteras donde no se oía un solo gemido de dolor en casa alguna, porque él había pasado por ellas y sanado a todos sus enfermos". [1]

Lo que deberíamos aprender

¿Es suficiente que nos deleitemos hablando de lo que Jesús hizo, sin referirnos a nuestra propia obra, nuestra propia misión?

Jesús dijo que esperaba que su iglesia hiciera mayores cosas: "De cierto, de cierto os digo", dice en Juan 14:12: "El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre". Y en realidad, cuando envió a sus discípulos a cum­plir la misión, sus órdenes de marcha se relacionaban con las cosas que él mismo había estado haciendo: "Y yendo, predicad, diciendo: El reino de los cielos se ha acercado. Sanad enfermos, limpiad lepro­sos, resucitad muertos, echad fuera demonios; de gracia recibisteis, dad de gracia" (Mateo 10:7, 8).

Y lo que vemos en todo el libro de los Hechos es la continua­ción de las maravillosas obras de Jesús, comenzando con el sana-miento del cojo de nacimiento realizado por Pedro y Juan en el tem­plo (Hechos 3:1-10). "Mientras extiendes tu mano para que se hagan sanidades y señales y prodigios", suplicó Pedro, "mediante el nom­bre de tu santo Hijo Jesús" (Hechos 4:30). Y Dios hizo exactamente eso. Lucas informa que "por la mano de los apóstoles se hacían mu­chas señales y prodigios en el pueblo [...]. Tanto que sacaban los en­fermos a las calles, y los ponían en camas y lechos, para que al pasar Pedro, a lo menos su sombra cayese sobre alguno de ellos. Y aun de las ciudades vecinas muchos venían a Jerusalén, trayendo enfermos y atormentados de espíritus inmundos; y todos eran sanados" (Hechos 5:12, 15, 16).

¿Estamos contentos de predicar acerca de estos eventos dicien­do que señalan el poder de Dios hace mucho tiempo, pero que no tienen ninguna relación con la iglesia en la actualidad? Como todos ustedes, yo sé que nuestra fe no debe basarse en milagros. Juan el Bautista, a quien Jesús describió como el mayor de todos los profetas, "ninguna señal hizo" (Juan 10:41). También sabemos que Pablo, que tuvo el privilegio de ver "milagros extraordinarios" realizados por medio de él, cuando algunos paños o delantales de su cuerpo, tocaban a los enfermos (Hechos 19:11, 12); sin embargo, dejó a Trófimo "enfermo en Mileto" (2 Timoteo 4:20).

Estas excepciones disminuyen el contraste de nuestra comparati­va falta de poder en la actualidad.

Sin embargo, persiste la mortificadora impresión que se niega a dejarnos totalmente: la sensación de que Dios espera más de noso­tros. Yo siento esto en forma más aguda cuando afronto situaciones de enfermedades y traumas que casi literalmente me rompen el co­razón. "Es la voluntad de Dios", decimos, como último recurso, a pesar de que Jesús tuvo un ciento por ciento de éxito en sus oracio­nes pidiendo sanidad para otros. ¿Cómo explicamos que él nunca tuvo necesidad de invocar "la voluntad de Dios" para explicar por qué cierta sanidad no se había producido? ¿Cómo explicamos que todos y cada uno de los casos que atendió tuvieron éxito? Yo pienso mucho en todo esto.

Tengo la sensación de que Dios ha prometido poder a sus segui­dores hasta el fin del tiempo. Dijo Elena G. de White: "La gran obra de evangelizació n no terminará con menor manifestación del poder divino que la que señaló el principio de ella [...]. Miles de voces pre­dicarán el mensaje por toda la tierra. Se realizarán milagros, los en­fermos sanarán y signos y prodigios seguirán a los creyentes". [2]

¡Ansío ardientemente verlo!


[1] Elena G. de White, El camino a Cristo, p. 17.

[2] Elena G. de White, El conflicto de los siglos, pp. 669, 670.

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