domingo, 11 de mayo de 2008

EL ROMPECABEZAZ DE SU CONDUCTA



Capítulo 7

El rompecabezas de su conducta


D
e una u otra manera, la vasta mayoría de los cristianos cree que la conducta de Jesús proporciona, o debiera proporcio­nar, un modelo para nosotros. Esta noción, ampliamente extendida, llegó a ser un lema en años recientes, y miles de cristianos portaban un botón con la leyenda: "¿Qué haría Jesús?" (WWJD, por sus siglas en inglés.) Era una declaración de testimonio y dedi­cación.
Pero, por bien intencionado que esté, ese lema no toma en cuen­ta la complejidad que encontramos en la vida y la conducta de Je­sús. Porque, si bien existen numerosos aspectos en los cuales sus ac­ciones debieran proporcionarnos un patrón para las nuestras; hay también numerosas situaciones en las cuales una correspondencia literal, uno por uno, entre sus actos y los nuestros, sería muy difícil, o no sería aconsejable.
Para comenzar, ¿qué haría yo si, después de haber estado orando en el campamento, descubro que el resto del equipo se fue en todos los botes disponibles, dejándome abandonado al otro lado del la­go? Cuando eso le ocurrió a Jesús, él procedió a cruzar el lago ¡cami­nando sobre las aguas! ¿Pero qué haría yo? ¿En qué forma me puede ayudar el lema WWJD en una situación como esa? ¿Qué haríamos si un leproso viniera corriendo hacia nosotros en busca de sanidad? Por supuesto, una actitud como la que expresa el lema WWJD es mejor que una que considera que la conducta de Jesús es totalmente irrelevante para nuestra conducta y nuestras acciones en la actualidad. Porque, en realidad, hay un sentido en el cual somos llamados a imitarlo, un sentido en el cual su vida debe ser un mode­lo para nosotros. Pero es probable que todos concordemos en que hubo cosas que Jesús hizo en estricto cumplimiento de su rol como Mesías/Salvador.
Cuando hablamos acerca del "rompecabezas de su conducta", no nos referimos tanto a lo que hizo en estricto cumplimiento de su función como Mesías/Salvador, sino a aquellos aspectos en los cuales tenemos razones para pensar que es un modelo para nosotros. Por supuesto, los milagros de calmar la tormenta o caminar sobre las aguas, nos asombran, pero no nos perturban. Lo que a veces nos de­ja desconcertados, al menos momentáneamente, son algunas de las otras cosas que hizo, o no hizo.
En lo que sigue he seleccionado cuatro de tales incidentes como ejemplo:
1. Mostrar aparente prejuicio racial
Jesús estaba de visita cerca de la antigua ciudad de Tiro, y "una mujer cananea que había salido de aquella región clamaba dicien­do: ¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio" (Mateo 15:22; cf. Marcos 7:24-30).
Respuesta inicial de Jesús: ¡Silencio total!
Cuando la mujer, sin desalentarse, continuo suplicando, los dis­cípulos le sugirieron: "Despídela, pues da voces tras nosotros". Nos está molestando, insistieron. Y, como si fuera un apoyo a la molestia que sentían, Jesús respondió, diciendo: "No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel" (Mateo 15:23, 24).
En ese momento la mujer, más desesperada que nunca, cayó a los pies de Jesús y le rogó: "¡Señor, ayúdame!" Mateo 15:25). ¿Acep­tará él su caso? Ella abre sus ojos y sus oídos, en suspenso doloroso por escuchar su respuesta. Y esta es la respuesta que ha sobresaltado a los lectores de la Biblia durante todos los siglos: "No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos" (Marcos 7:27).
Frías, endurecidas, insultantes: así es como nos han llegado esas palabras hasta hoy. No parecen haber salido de los labios de Jesús. Él no hablaba así. ¿El Salvador del mundo menospreciando a una mu­jer, pobre y adolorida, que había venido a él en busca de ayuda?
Una vez un hombre vino a hablar al personal de las oficinas centrales de la Iglesia Adventista en Silver Spring. Era un renombrado profesor de una universidad muy conocida, su tema aquel día se centró en la diversidad racial y cultural, y mientras se adentraba en su tema, se refirió a esta historia. Jesús, según nuestro orador, fue clara­mente insensible con aquella mujer. Como el resto de nosotros, dijo el orador, necesitaba crecer en su apreciación de la diversidad racial y el valor de los seres humanos.
Lo que más me impresionó no fue esta declaración del orador, por chocante que nos parezca. Ni tampoco el hecho de que su decla­ración pasó sin que nadie la objetara, aunque siguió un período de preguntas y respuestas. Fue la perturbadora sensación de que proba­blemente nadie le dio mayor importancia a esta devastadora acusa­ción contra el Salvador. Porque lo que aquel orador hizo, aunque pudo haber sido inadvertidamente, fue una negación de la condi­ción mesiánica de Jesús. No es posible que alguien, con conoci­miento de causa, llame perro a un ser humano, y ser el Mesías al mismo tiempo. Y tampoco el "crecimiento" que aquel orador pro­ponía para Jesús resultaba coherente con las características de aquel que vino para ser nuestro Salvador. Como ser humano Jesús, cierta­mente, necesitaba crecimiento (véase Lucas 2:52); pero si a la edad de treinta años, el Salvador del mundo todavía necesitaba incremen­tar su aprecio y comprensión de la dignidad humana elemental, en­tonces no tenemos un Salvador. Es así de sencillo. En el caso que nos ocupa, debería haberse aclarado que la inter­pretación del orador resultaba claramente incompatible con lo que sabemos de Jesús en el resto de los Evangelios; inconsecuente con la siguiente respuesta de Jesús; e incoherente con el resultado final del encuentro.
Todo esto debería hacernos conscientes del hecho de que no se suponía que la declaración de Jesús debiera tomarse literalmente, si­no que, como explica Elena G. de White, estaba expresando un co­mún prejuicio popular para dar una lección. [1] Evidentemente, la mujer comprendió eso, porque tenía una ventaja muy importante que nosotros no tenemos; podía escuchar el tono de la voz de Jesús mientras hablaba, podía ver la expresión de su rostro. Podía leer el lenguaje de su cuerpo. Ella comprendió. "Bajo la aparente negativa de Jesús vio una compasión que él no podía ocultar". [2]
Así que, utilizando las mismas palabras de Jesús, quizá con un guiño en sus ojos, ella siguió presentando su petición, no dudando ni por un instante de su disposición a ayudarla: "Sí, Señor, pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos".
Ahora sigue el glorioso clímax: "Entonces, respondiendo Jesús, dijo: Oh, mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora". Grabe en su mente ese emocio­nante momento, si puede; y piense: ¿Quién entre nosotros tendría la temeridad de decirle a aquella pobre madre, absolutamente trans­figurada ahora por el gozo, que aquel hombre que le había hablado necesitaba crecer en su apreciación de la diversidad y el valor básico de la persona humana?
No, la mujer sabía mejor lo que había ocurrido. Y también los discípulos que habían escuchado a Jesús hablar aquel día. "Cristo no respondió inmediatamente a la petición de la mujer. Recibió a este representante de una raza despreciada como la habrían recibido los judíos. Con ello quería que sus discípulos notasen la manera fría y despiadada con que los judíos tratarían un caso tal evidenciándola en su recepción de la mujer, y la manera con que quería que ellos tratasen una angustia tal, según la manifestó en la subsiguiente con­cesión de lo pedido por ella". [3]
2. Departiendo con los indeseables
Jesús estaba sentado a la mesa en la casa de Mateo, ex cobrador de impuestos, y todos los antiguos compañeros del ex publicano es­taban presentes: invitados, por supuesto. Un surtido completo de "pecadores" "se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus discí­pulos"; y la reunión causó un revuelo entre los siempre vigilantes fa­riseos, quienes preguntaron: "¿Por qué come vuestro maestro con los publícanos y pecadores"? (Mateo 9:10-12).
Recuerde que los cobradores de impuestos se encontraban entre la gente más odiada en la cultura judía de los tiempos de Jesús. En realidad, no tenemos ningún equivalente de los cobradores de im­puestos en nuestros tiempos, al menos en la sociedad occidental. Aunque algunos desprecian a las agencias colectoras de impuestos de sus respectivos países, pocos de nosotros nos encontramos alguna vez con un agente en persona. Pero no era lo mismo en los tiempos de Jesús. Aquellos agentes eran bien conocidos. Ellos cobraban los impuestos, con frecuencia con métodos que difícilmente podrían di­ferenciarse de una estafa, un robo para llenar sus propios bolsillos; y, escándalo de los escándalos, trabajaban para una potencia extranjera de ocupación. Los cobradores de impuestos en los tiempos de Jesús eran considerados por la mayoría del pueblo como sabandijas.
En cuanto a los "pecadores" en este contexto particular, el con­cepto tenía un significado punzante muy especial en el lenguaje po­pular en los tiempos de Jesús. Se refería a las personas "clasificadas como extrañas a la raza judía". [4]
"Los cobradores de impuestos y los 'pecadores' (a veces "co­bradores de impuestos y prostitutas" , Juan 9:24), los fariseos rechazaban a esas personas como parias y esperaban que Jesús hicie­ra lo mismo". [5]
Pero estas eran las personas con quienes Jesús departía en la me­sa aquel día, en la atmósfera íntima de la sociabilidad del Próximo Oriente. No hay paralelos contemporáneos comparables. Sería co­mo si un prominente dirigente religioso de la actualidad departiera fraternalmente con miembros reconocidos de la mafia o el crimen organizado, con una buena dotación de muchachas para completar el entretenimiento. Pero, al parecer, aquella conducta era normal pa­ra Jesús. Seguramente se requeriría más de un ejemplo de aquellos casos para establecer la extendida acusación que circulaba y que es­cuchamos de los mismos labios de Jesús, que él era: "Comilón, y be­bedor de vino, amigo de publícanos y de pecadores" (Mateo 11:18, 19).
¿Pero cómo podemos describir esta asociación? Tenemos la ten­dencia a imaginar algo así como un bar o club nocturno, donde Jesús departe con gente de moral cuestionable. Hay comida y bebida, y la bebida ciertamente no es agua o jugo de frutas; traficantes de drogas ofreciendo su mercancía alrededor de él; y prostitutas profe­sionales haciendo negocios en los rincones oscuros.
El tema aquí no es si el ministerio cristiano debiera o no tener lugar en ese tipo de ambientes. Lo que nos preguntamos es: ¿Descri­be ese cuadro correctamente lo que hizo Jesús, y si tenemos infor­mación bíblica de que esa fue la estrategia de testificación elegida por el Salvador? Si analizamos lo que ocurrió en la casa de Leví Ma­teo, por ejemplo, el incidente que volvió locos de rabia a los fariseos; vemos inmediatamente que no ocurrió ni en un bar ni en un club nocturno. Lo que tenemos aquí en realidad es un cobrador de im­puestos convertido que invitó a todos sus amigos a conocer al amigo especial que había conocido. En palabras de R. C. Lenski: "Aquellos publícanos y pecadores sabían por qué habían sido invitados, es de­cir, para que Jesús los librara de sus pecados. Era él quien mantenía el control de la situación entera, haciendo su necesaria y bendita labor en favor de todos. Esto es algo enteramente diferente a la de ser atraídos por compañeros cuestionables donde uno desciende al más bajo nivel de todos los presentes y les permite que lo usen para sus propósitos". [6]
Creo que Lenski tiene razón. Aquellos que quieran seguir el ejem­plo de Cristo siempre debieran tener en mente el motivo por el cual se mezclan con los demás. Cuando asistía a una reunión no se conver­tía en uno de la multitud; no se confundía con la audiencia. No, la gente sabía que él estaba allí. Su presencia constituía su propio men­saje. Los cristianos socialmente dotados que han socializado durante décadas, por así decirlo, y no han mostrado nada, temerosos de des­plegar sus verdaderos colores, no están siguiendo en realidad el ejemplo de Jesús.
Dijo Elena G. de White: "Sólo el método de Cristo será el que dará éxito para llegar a la gente. El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les decía: 'Seguidme'".[7]
3. Demostrar ira
Cuando Jesús descendió del Monte de la Transfiguració n, un hombre surgió de entre la multitud con la súplica de que sanara a su hijo. Él les había llevado su hijo a los discípulos, le explicó el hombre, pero ellos no lo habían podido sanar.
Lo que perturba en toda la historia es la respuesta de Jesús. Tal como la leemos en la traducción, nos da la impresión de que Jesús se sintió molesto por la petición. "¡Oh, generación incrédula y perversa!, ¿hasta cuándo he de estar con vosotros'? ¿Hasta cuándo os he de soportar? Traédmelo acá" (Mateo 17:17).
Note las partes del texto que están en itálicas. Las palabras pare­cen extrañamente duras en los labios de Jesús. ¿Cómo podemos ex­plicar ese tono? Nos parece escuchar los ecos de la frustración de Moisés cuando hirió a la roca dos veces (en vez de hablarle sola­mente como se le había ordenado), las airadas palabras proceden­tes de sus labios fueron: "¡Oíd, ahora, rebeldes!, ¿os hemos de hacer salir agua de esta peña?" (Números 20:10).
¿Qué estaba pasando allí? ¿Qué tenía Jesús en mente cuando le decía a la gente "generación perversa"? ¿Qué quiso decir cuando for­muló la pregunta: "¿Hasta cuándo he de estar con vosotros?"
Este es un problema difícil de resolver y prefiero dejarlo como está. Tengo la impresión de que algo estaba pasando en el ambiente y en el pasaje que no es evidente en la superficie.
Los Evangelios mencionan al menos otras tres ocasiones cuan­do Jesús se manifestó, no solo irritado, sino también (al parecer) ai­rado (véase Mateo 21:12, 13; 21:18-21; y Marcos 3:1-5)
Una de estas ocasiones ocurrió al final de su entrada triunfal en Jerusalén, en una espectacular demostración de presencia pública justo antes de su muerte. Cuando entró al atrio del templo al final de la marcha, "volcó las mesas de los cambistas, y las sillas de los que vendían palomas; y les dijo: Escrito está, mi casa, casa de oración se­rá llamada; mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones" (Mateo 21:12, 13).
Echar a los comerciantes hambrientos de ganancias de sus lucra­tivas guaridas no era una tarea para un tipo blandengue; y la tarea de voltear las mesas no podía hacerse tranquilamente. Estamos ha­blando aquí de una demostración de fuerza, con una considerable demostración de severidad e indignación rayana en la ira.
El segundo incidente, para mencionar solo uno más, tuvo lugar un sábado en una sinagoga. La historia (que se analiza en el capítulo cinco de este libro) se refiere a un hombre que tenía una mano seca. Jesús, listo para rescatarlo de su dolor, le planteó una pregunta de prueba a la audiencia: "¿Es apropiado realizar un acto como este en el día de sábado?"
La respuesta debiera ser obvia; pero le dieron como contestación un atronador silencio. Aquellos que habían venido en busca de una razón para acusarlo guardaron silencio, ansiosos de que Jesús hiciera lo que sabían que se proponía hacer; otros se mordieron las lenguas por temor a ese primer grupo. La malicia por un lado y la cobardía por el otro, todo eso perturbó a Jesús. Y Marcos dice: "Entonces, mirán­dolos alrededor con enojo", "entristecido por la dureza de sus cora­zones" (Marcos 3:1-5).
La palabra griega que se usa aquí, orge, significa ira, indignación, enojo [8] y para decidir qué término funciona mejor se debe consultar el contexto. Nuestra palabra española indignación significa enojo, ira (de acuerdo con el Diccionario de la Real Academia). Basado en esa definición, es claro que "indignación" es la palabra que conviene más cuando Marcos dice que Jesús estaba "entristecido por la dureza de sus corazones". Era el colmo de la ruindad que aquellos oponen­tes de Jesús se opusieran hasta porque él quería sanar a aquel pobre doliente. Por eso se enojó Jesús. No una "ira ingobernable ocasiona­da por los celos", sino "la reacción divina hacia el mal". [9] Se indignó por la cobardía de la gente, por un lado; y por la malicia, por el otro. Podríamos llamarla con toda razón: "justa indignación".
Tomando en cuenta todos los ejemplos anteriores, especialmente el incidente al pie del Monte de la Transfiguració n, yo creo que las si­guientes palabras de Elena G. de White son muy apropiadas: "En su trato con los demás, él manifestaba el mayor tacto, y era siempre bon­dadoso y reflexivo. Nunca fue rudo, nunca dijo sin necesidad una pa­labra severa, nunca causó pena innecesaria a un alma sensible. No censuró la debilidad humana [...]. Cada alma era preciosa a su vista". [10]
4. No ayudar a un compañero en dificultades
Mateo 14:12, 13 dice cómo reaccionó Jesús cuando supo que Juan el Bautista había sido puesto en prisión: Volvió a Galilea, ale­jándose de los problemas que hervían en Judea.
En Mateo 11:2-19, dice que cuando el encarcelado Juan escuchó hablar de Jesús, le envió al Maestro una delegación formada por sus propios discípulos, preguntándole: "¿Eres tú aquel que había de ve­nir, o esperaremos a otro?" Jesús respondió llamando la atención de los emisarios de Juan a sus obras milagrosas y a la predicación del evangelio a los pobres. Luego sigue la más deslumbrante descripción que Jesús hizo de un ser humano en todos los Evangelios, exaltando el ministerio de este intrépido mensajero de Dios. Juan era "más que profeta", dijo Jesús. Él era el "mensajero" enviado como heraldo pa­ra preparar el camino del Mesías.
En su impresionante descripción del juicio final, Jesús enfatizó la importancia del ministerio de las prisiones (Mateo 25:36, 43). Sin embargo, jamás se acercó a la mazmorra donde estaba prisionero Juan. ¿Le parecería perturbadora esa conducta a Juan? Nunca lo sa­bremos.
Finalmente Juan fue decapitado. Al saber la noticia, Jesús sim­plemente se retiró "de allí en una barca a un lugar desierto" (Mateo 14:13; cf. 14:1-12; Marcos 6:17-29).
¿Qué haremos con estas respuestas de Jesús?
Creemos que una posible pista para comprender el (al parecer) curioso (por no decir extraño) comportamiento de Jesús, se centra en la situación que estaba atravesando en aquel momento. Basados en la cronología propuesta para el ministerio del Bautista y de Jesús en el Comentario bíblico adventista [11] parecería que para el tiempo en que el Bautista fue encarcelado, el ministerio de Jesús estaba apenas empezando, solo tenía quince meses de trabajo, con toda la magni­tud de su obra todavía por realizar. Completamente consciente de que las fuerzas que habían silenciado al Bautista estaban detrás de él también, Jesús tomó medidas para evitar que la obra que había veni­do a hacer, fracasara.
Jesús podría haber actuado heroicamente, por supuesto, e inten­tado libertar al Bautista: tenía suficientes seguidores para armar una revuelta y atacar la prisión. Pero una acción tal habría comprometido su misión. Todo su ministerio había sido guiado por el cronograma divino (véase Juan 7: 6, 8), y como en su misión todo estaba todavía por hacer, el tiempo para confrontar a las autoridades todavía no había llegado. No les daría la oportunidad para detener la misión de Juan, y su propia misión de un solo golpe.
¿Y por qué no rescató a Juan, impidiendo que fuese decapitado? Una declaración que hizo en el Getsemaní quizá arroja luz sobre es­te tema. Amonestando a Pedro que había sacado un arma para defen­derlo, Jesús dijo: "¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?" (Mateo 26:53, 54). Lo que vemos aquí es que Jesús no tomó medidas para organizar fuerzas sobrenaturales en su propia defen­sa. Del mismo modo, no consideró prudente pedir ayuda divina pa­ra defender al perseguido reformador, o venir en su ayuda de alguna otra manera.
Por muy difícil que resulte comprenderlo, tal comportamiento debería producir enorme aliento a todos los que sufren en el nombre de Dios. Los elogios que Jesús hizo de Juan no podrían haber sido mayores. Este profeta del desierto disfrutaba de la confianza del cielo. Sin embargo, sufrió solo, padeciendo al fin una trágica muerte, mien­tras el Salvador del mundo, Dios en carne humana y físicamente pre­sente muy cerca de la prisión, no intervino en ninguna forma.
Esto nos ayuda a contestar la persistente pregunta: "¿Dónde está Dios cuando sufrimos?" En la experiencia de Juan tenemos una res­puesta parcial, en términos de la conducta de Jesús. Ellos "hicieron con él todo lo que quisieron" (Mateo 17:12). Con esta observación amplió más el significado de la muerte del Bautista. No fue simple­mente Heredes: Toda la nación fue responsable de su muerte. "Así también", dijo Jesús ominosamente, "el Hijo del hombre padecerá de ellos" (Mateo 17:12). De este modo ligó su propia muerte con la de Juan, atribuyéndole así a la muerte del Bautista significado cósmico. En el reino de los cielos, tal como lo imagino, se le harán tres preguntas al Bautista: Una, ¿recuerdas la ocasión de tu muerte? Y él responderá, sí. Dos, ¿te dolió? Él responderá al instante: Sí. Tres, ¿y có­mo te sientes ahora? Y él responderá: ¡Esta última pregunta necesitaré una eternidad para contestarla! ¡Dios es tan bueno!
[1] Ver Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 365.
[2] Ibíd., p. 367
[3] Ibíd. p. 366.
[4] R. C. H. Lenski, The Interpretation of St. Matthew's Gospel (Minneapolis: Augsburg Publishing House, 1943), p. 363.
[5] Ibíd., p. 364.
[6] Ibíd.
[7] Elena G. de White, El ministerio de curación, p.102.
[8] Ver W. F. Arndt and F. W. Gingrich, Greek-English Lexicon of the New Testament (Chicago y Londres: University of Chicago Press, 1979), p. 578.
[9] Tomé prestadas estas palabras, fuera de contexto, de Arndt y Gingrich, Ibíd., pp. 578, 579.
[10] Elena G. de White, Obreros evangélicos, p. 123.
[11] Ver Comentario bíblico adventista, tomo 5, pp. 203-224.

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