lunes, 16 de junio de 2008

libro complementario- leccion 12- junio 2008.-



Capítulo 12

El ministerio sumosacerdotal de Jesús


M

e dirigía hacia California para predicar en una reunión, y quien me había invitado me había sugerido el tema de mi presentación: "El futuro de la teología adventista del San­tuario". Durante el vuelo comencé a conversar con un caballero que estaba sentado junto a mí; y después de intercambiados los saludos de rigor (dónde vivimos, hacia dónde nos dirigimos), llegamos al tema de los propósitos de nuestros respectivos viajes. Le dije que yo iba a presentar un tema.
La conversación cesó y cada uno se dedicó a lo suyo hasta la ho­ra de la comida (en aquellos días se servía una comida en los vuelos largos en Estados Unidos).
—¿Y de qué va a hablar? —me preguntó después de la comida.
Mientras luchaba para hallar las palabras adecuadas para expli­carle en forma comprensible mi tema, describírselo en términos que pudiera relacionarlos con su vida, aprendí algo acerca de la necesidad de expresar nuestro "mensaje del Santuario" en categorías accesibles a nuestros contemporáneos. Y yo sugeriría que una forma es darle un toque de humor.
Quizá esto le sorprenda y le parezca inaceptable a primera vista, dada la naturaleza sumamente seria del tema. Pero no creo que nos dañe para nada admitir que tenemos entre manos un tema desusado, un concepto que está fuera del trillado sendero de la comunidad. Es asombroso descubrir cuan dispuesta está la gente a escucharnos cuando descubren que tenemos sentido del humor y no nos toma­mos a nosotros mismos demasiado en serio.
De modo que antes de responder una pregunta como la que me planteó aquel caballero en al avión aquel día, quizá decidamos adver­tirle a nuestro oyente que puede ser que nuestras respuestas le suenen extrañas, que quizá le bloqueen la mente, y, ¿está listo para ese desafío?
En otras palabras, deliberada, y humorísticamente, lo hacemos sonar peor (es decir, más descabellado y complejo) de lo que pro­bablemente es. De esa manera lo preparamos para que cuando ter­minemos, diga: "¡No estaba tan difícil, después de todo!"
Y, ciertamente, no lo es. Grandes cantidades de personas en el planeta están relacionadas con el concepto básico de sacerdotes y sa­cerdocio. Nuestro trabajo, entonces, es, simplemente, redirigir su pensamiento hacia la realidad de algo similar a nivel cósmico. En la medida en que la persona esté familiarizada con el hecho de que un sacerdote es, esencialmente, alguien en quien podemos sentirnos se­guros al confiarle nuestras confidencias y confesiones, podemos ini­ciar una conversación. (Más tarde podemos pedirle que abandone la noción de que se puede encontrar ese tipo de ministerio en la tie­rra.) Pero por el momento podemos utilizar esa idea común para se­ñalarles a nuestro Sumo Sacerdote a quien podemos aproximarnos "con confianza", plenamente convencidos de que "puede compade­cerse de nuestras debilidades" , pues fue "tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado" (Hebreos 4:14-16).
Y deberíamos enfatizar el punto de que podemos ir a él directa­mente, sin la intervención de ningún mediador humano o angélico. En una época cuando todos están buscando, ansiosos, alguien que quiera escucharles, usted les dice (por su experiencia personal) que podemos acercarnos "confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar miseri­cordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (Hebreos 4:16). ¡Deben saber, además, que las líneas siempre están abiertas, nunca se escucha una señal de "ocupado", y jamás escuchará una máquina contestadora! Y recuerde, usted debe tener buen sentido del humor para que todo funcione: tienen que ver su sonrisa y sentir el relajamiento en su voz.
Como las nociones de "sacerdote" y "sacerdocio" , la noción de "Santuario" también es muy común. "Ofrecer Santuario" es una ex­presión universal para referirse a proporcionar protección y seguri­dad. La brillante novelista inglesa, Edith Pargeter (que usa el pseu­dónimo de Ellis Peters), presenta una interesante ilustración del concepto de santuario en la descripción que hace de un joven fugiti­vo quien, perseguido por una multitud asesina, irrumpe en la iglesia del monasterio y se aferra al "borde de la cubierta de tela del altar con desesperación de vida o muerte".
Mientras es brutalmente golpeado por la chusma, que lo ha se­guido hasta dentro del recinto sagrado, el Abad Rudolphus, apoyado por sus compañeros monjes y otros "hermanos" acude a rescatarlo. "¡Salvajes! ¡Deténganse! ¡Blasfemos!", continuó diciendo Rudol­phus, "¡Salgan de este lugar santo inmediatamente! ¡Vamos, antes de que yo condene sus almas eternamente! "
Todos reconocieron instintivamente la acción del fugitivo. "Si la ley misma estuviera aquí", continuó Rudolphus, "no hay ningún po­der que pueda sacar a este hombre del santuario en que ha venido a refugiarse. Ustedes debieran conocer su derecho a esa protección tan bien como yo. Y el peligro para el cuerpo y el alma de todo aquel que se atreva a profanar el santuario. ¡Fuera! ¡Llévense la contami­nación de su violencia fuera de este santo lugar!" [1]
La noción sobre la cual Peters basó su historia es tan bien cono­cida ahora como lo fue en el siglo XII, y empleada en una amplia variedad de contextos en relación con los refugiados, prisioneros po­líticos, especies animales en peligro de extinción, etcétera.
Considerada así, la noción de "santuario" nos da un fondo co­mún del cual sacaremos información mientras tratamos de presentar al Santuario celestial como un lugar de seguridad, protección y sani­dad. Sí, es verdad que el ministerio celestial de Jesús incluye el juicio (el cual, por desgracia, no trataremos por falta de espacio), pero si comenzamos allí nuestras indagaciones podemos distorsionar esta maravillosa verdad bíblica cuyo propósito fundamental es propor­cionar esperanza a la humanidad cargada con el peso de la culpa y la desesperación. Después de todo, quienquiera que seamos, ese mi­nisterio es nuestra única fuente de esperanza.
Sólidamente bíblica
La prueba final de cualquier doctrina es si tiene o no un sólido fundamento escriturístico. Y con respecto al concepto fundamental del Santuario, ningún erudito bíblico tendría la temeridad de negar que se encuentre en toda la Biblia. El Santuario estaba en el mismo centro de la adoración israelita, y el Nuevo Testamento aclara sin nin­gún lugar a dudas, tanto simbólica como explícitamente, que la anti­gua economía ha sido sustituida ahora por una economía celestial.
La mayor indicación simbólica se produjo mientras Jesús moría: "El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo" (Mateo 27:51). Y el significado es inevitable: el viejo orden había sido irrevocable­mente cambiado por aquel que rompió el enorme velo de arriba ha­cia abajo, exponiendo a la vista de todos un lugar antes considerado sagrado, pero que ahora ya no lo era. En lo sucesivo el símbolo ha­bló con palabras demasiado claras para confundirlas: el foco de atención ha cambiado de la tierra al cielo. Aquel que fue proclamado por Juan como "el Cordero de Dios" (Juan 1:29) acababa de ser ofrecido en sacrificio: él mismo era tanto la víctima como el sacer­dote. Y ahora, por medio de su muerte, entraría, no a un Santuario terrenal, un templo hecho con manos humanas, sino al "verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre" (Hebreos 8:2). Esteban, antes de ser apedreado hasta morir, vio en visión a Jesús en aquel sagrado lugar, y expresó la sublime revelación en palabras que hizo que sus acusadores se taparan los oídos para no escuchar el extraordinario testimonio: "He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del hombre que está a la diestra de Dios" (Hechos 7:56).
Algo muy importante que debe notarse en conexión con la "pre­sente obra" de Jesús en el Santuario celestial es que no empaña su obra terminada en la cruz. Debemos sostener con la más irreductible insistencia que cuando Jesús murió en la cruz del Calvario hizo una completa expiación por nosotros. Como escribí en otro lugar, cuan­do los adventistas hablan de la obra actual de Cristo, "no le restan im­portancia en lo más mínimo a la centralidad de la cruz. Más bien, lo que se proponen es sugerir que la cruz alcanza más allá del Calva­rio, más allá del año 31, d.C.; llega hasta el Santuario celestial mis­mo, el asiento del gobierno divino, el nervio central de la salvación humana, donde Jesús ha entrado como 'precursor nuestro, hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec' ". [2]
Algunos tienen dificultades para comprender cómo pueden estos dos conceptos ser paralelos, sin entrar en conflicto el uno con el otro. Debemos ser pacientes con ellos, pero nunca debemos aban­donar aquello que es tan bíblicamente claro, a pesar del número de cristianos que nunca lo comprendan, o lo acepten.
Dos preguntas muy comunes
1. ¿Qué hace en realidad Jesús como sumo sacerdote?
La pregunta no es fácil de contestar de modo que la respuesta sea lógica para la mente científica. Lo que haremos finalmente será, sim­plemente, dejar que la Biblia nos proporcione su propia respuesta.
En los capítulos 1-7 de Hebreos, el escritor urde un elaborado teji­do teológico para expresar su idea acerca de la singularidad de Jesús. Luego, al llegar al capítulo 8, resume el tema que ha venido elaborando: "Ahora bien, el punto principal de lo que venimos diciendo es que te­nemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero ta­bernáculo que levantó el Señor, y no el hombre" (Hebreos 8:1, 2).
Lo que sigue en los capítulos 8 y 9 de Hebreos sería una serie de comparaciones y contrastes entre la economía del antiguo taberná­culo y el "mejor", es decir, el superior, el ministerio del Santuario ce­lestial que lo sustituyó. El capítulo 9: 11, 12 nos da la esencia: "Pero estando ya presente Cristo, sumo sacerdote de los bienes venideros, por el más amplio y más perfecto tabernáculo, no hecho de manos, es decir, no de esta creación, y no por sangre de machos cabríos ni de becerros, sino por su propia sangre, entró una vez para siempre en el Lugar Santísimo, habiendo obtenido eterna redención".
Aquí hay dos cosas que el autor quiere que sus lectores entiendan. Una es el significado teológico de estas realidades, y la otra es su di­mensión práctica. El significado teológico, ya resumido en 8: 2, es que ahora tenemos un sumo sacerdote superior, el Hijo del Dios viviente. Como los antiguos sumo sacerdotes, es humano; pero a diferencia de ellos, él es divino y absolutamente perfecto. Sobre la base de su hu­manidad, tiene la capacidad de "compadecerse de nuestras debilida­des" (Hebreos 4:15); y sobre la base de su divinidad "puede también sal­var perpetuamente a los que por él se acercan a Dios" (7:25).
El punto práctico del apóstol se centra alrededor de la idea de ac­ceso. Dentro del entorno físico del antiguo campamento israelita, los adoradores ordinarios quedaban separados del Lugar Santísimo del Santuario por varias barreras que nunca podrían franquear. Solo el su­mo sacerdote tenía acceso, y eso una sola vez al año, en el Día de la Expiación. Pero ahora, a través de Cristo, nuestro Mediador celestial, se ha abierto una puerta de acceso ilimitado para nosotros, sin distin­ción de ninguna dase, una puerta al Santuario celestial mismo, a la sala del trono del Dios viviente. "Acerquémonos, pues, confiadamen­te al trono de la gracia", dice el escritor sagrado, "para alcanzar mise­ricordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (Hebreos 4:16).
¿Entonces, qué está haciendo? De acuerdo con Hebreos, en su fun­ción de sumo sacerdote, "en cuanto él mismo padeció siendo tenta­do, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Hebreos 2:18); intercede por nosotros (7:25), obra para dar solidez a la lealtad de su pueblo escribiendo sus leyes en sus mentes y corazones (8:3-10); por medio de su sangre limpia nuestras "conciencias de obras muer­tas para que sirváis al Dios vivo" (9:13, 14); y obra para poner fin al larguísimo período de crisis que los adventistas llamamos el conflic­to de los siglos (10:11-13).
No podemos saber con exactitud la forma en que Jesús realiza su intercesión por nosotros. Pero las Escrituras nos ofrecen varios ejemplos de la idea general, aunque sea desde el punto de vista humano. Dos de estos ejemplos ocurrieron en la vida de Moisés, en conexión con la re­belión de Cades (Números 14:10-20) y en conexión con el becerro de oro (Éxodo 32:9-14, 30-32). "Que perdones ahora su pecado", dijo Moisés a Dios, "y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito". También pode­mos ver estas formas de intercesión sacerdotal en Daniel (Daniel 9) y en la gran oración de Jesús antes de su pasión y muerte (Juan 17).
La función de Cristo en el Santuario celestial abarca muchas di­mensiones, pero en el nivel personal podemos reducirlo a la interce­sión. Y para comprender lo que eso significa tenemos su oración en Juan 17 como ilustración. Como una forma de comprender lo que él está haciendo ahora por nosotros, ese capítulo es de una importancia suprema. Cuan maravilloso es saber que Jesús mismo intercede por nosotros, ora por nosotros, y nos lleva sobre su corazón que una vez sangró por nosotros.
2. ¿Tienen aquellos que conocen a Jesús solo como Salvador una desventaja comparados con aquellos que lo conocen como Sal­vador y como Sumo Sacerdote?
Lo difícil aquí es contestar esta pregunta inmensamente difícil sin hacer comparaciones ofensivas con otros cristianos. Cualquier adventista que ha interactuado con personas de otras denominacio­nes (incluso con personas "seculares") admitiría fácilmente que los encuentra tan corteses y refinados, pacientes, misericordiosos, gene­rosos y moralmente rectos como nosotros; y a veces (la verdad sea di­cha) mejores. Por eso constituye un asunto considerablemente deli­cado señalar con el dedo donde está la diferencia, si es que hay algu­na. ¿Cuál es el beneficio práctico y teológico de "nuestro mensaje del Santuario"?
Yo sugeriría que, finalmente, se reduce a la cuestión de lealtad y fidelidad. Es significativo que cuando el autor de Hebreos quería es­tablecer la fe de sus lectores, se volvió a la doctrina del Santuario:
"Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne, y teniendo un gran sacerdote sobre la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero, en plena certidumbre de fe [...]. Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que pro­metió" (Hebreos 10:19-23).
El lenguaje del pacto y la fidelidad permea el libro de Hebreos. Y la diferencia que estamos buscando se encuentra precisamente aquí, y tiene la asombrosa implicación de entrar "al Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo" (cf. véase Hebreos 4:16).
Seguir a Jesús por la fe hasta el Lugar Santísimo significa, no solo tener nuestra alma purificada por su maravillosa gracia, sino tam­bién experimentar un nuevo aprecio por el pacto eterno, simboliza­do por su inmutable ley colocada dentro del arca sagrada, que anti­guamente estaba en el lugar más sagrado detrás del velo (Hebreos 8:10). Esta transacción, de gran significado en el contexto de lo que los ad­ventistas llamamos "el gran conflicto entre el bien y el mal", define la diferencia que la enseñanza del Santuario hace para nosotros. Por fe podemos entrar con plena seguridad al sagrado lugar donde Jesús ministra en nuestro favor. Y allí, en contra de todas las probabilidades, nos aferramos a aquel cuya infalible promesa está simbolizada por el arca del pacto.
Daniel, en el cautiverio babilónico, comprendió esto. Fue su enorme preocupación por el Santuario la que creó y preservó su in­vencible lealtad y fidelidad a Dios frente al peligro de muerte. No es por accidente que el punto central de su libro es la soberanía de Dios y la integridad de su Santuario, dos elementos que lo sostuvieron du­rante la crisis de adoración instigada por los funcionarios de mayor rango en el gobierno, diseñada para destruirlo. Para él era elemental el hecho de que el decreto de no hacer ninguna petición a ningún dios, excepto a Darío, durante treinta días, bajo pena de muerte en el foso de los leones (Daniel 6:5-9), constituía una afrenta directa y abierta contra la ley de Dios que formaba la base del pacto de Yahweh con su pueblo, simbolizada por el arca del pacto que estaba alojada en el Lugar Santísimo del templo hebreo. "No tendrás dioses ajenos delante de mí" (Éxodo 20:3), decía el primer precepto.
Daniel comprendió que de todas las instrucciones que Yahweh le había dado a Moisés, aquellos Diez Mandamientos eran el único seg­mento que Dios había decidido escribir con su propia mano. Y cuando, con santa indignación, Moisés había roto las tablas originales, ni si­quiera entonces confió Dios que los escribieran manos humanas. ¡Más bien, él los escribió la segunda vez! (véase Deuteronomio 10:1, 2). Aquel fue el documento que, bajo la explícita indicación de Dios, Moisés colocó dentro del arca sagrada, en del departamento más oculto del taberná­culo, indicando con ello su asombrosa importancia y santidad.
La historia está allí para que la lea el que quiera. Y es una arro­gancia espiritual solo igualada por Satanás, que una persona o un grupo de personas pretenda alterar o abrogar lo que Dios mismo ha escrito. Pero el Santuario se yergue contra cualquier intento en este sentido, y por eso figura en la lealtad y la fidelidad del remanente fi­nal. Daniel se levanta como un símbolo del remanente escatológico, que decidirá honrar a Dios no importa cuan grandes sean las ame­nazas o la crisis que afronten.
Elena G. de White contempló en una visión los símbolos que muestran estos importantes elementos de la verdad. Dice que vio en el Santuario celestial "los Diez Mandamientos escritos", con "un ha­lo de gloria alrededor del mandamiento del sábado". [3] De tal simbo­lismo los adventistas han llegado a comprender el gran valor divino colocado sobre aquellas Diez Palabras. De modo que, a diferencia de toda la cristiandad, lista para tirar por la borda cualquier porción de la santa ley de Dios que encuentran inconveniente o incómoda, los ad­ventistas están preparados para permanecer firmes en su lealtad, sin importarles el costo.
Anclados en ese firme fundamento, nos mantenemos seguros contra todo concepto o filosofía (sea la evolución, el ateísmo, el ma­terialismo, o cualquier otro) que intente derribar al Dios eterno de su sagrado trono o disminuir la validez de su eterna ley guardada bajo el propiciatorio, el trono del poder universal. Morando allí en espíri­tu, nos mantenemos inconmovibles contra cualquier cambio, ya sean puntos de vista que conduzcan al abandono de la santa ley de Dios, o conceptos evolucionistas de los orígenes que procuran ex­pulsar al Dios viviente de su universo. La doctrina del Santuario llega a ser, de este modo, una protección para nosotros contra la rebelión, y asegura para Dios un remanente fiel en un mundo en rebelión.
Tanto práctico como personal
A medida que meditamos en el tema del Santuario para nuestra propia edificación y enriquecimiento, y mientras procuramos com­partirlo con otros, deberíamos recordar siempre mantenerlo en la tierra, al alcance de todos. Hay, por supuesto, ciertos aspectos técni­cos, de la doctrina. Pero procuremos mantenernos conscientes de que es tanto práctico como personal. Deberíamos dar a la gente la oportunidad de conocer (si seriamente es verdad para nosotros) lo que este mensaje ha llegado a significar en nuestra vida personal.
En mi caso, el pasaje del Santuario del Salmo 20:1, 2 me ha ayu­dado enormemente a comprender la parte práctica y personal del ministerio celestial de Jesús. Dice: "Jehová te oiga en el día de con­flicto; el nombre del Dios de Jacob te defienda. Te envíe ayuda desde el santuario, y desde Sión te sostenga".
No, no veo en el pasaje nada parecido a una fórmula mágica; ni supongo tampoco que apelando a su promesa le tuerza el brazo a Dios en mi favor. Y sin embargo, mi testimonio es que en todo tiem­po de extrema dificultad o crisis, cuando apelé a Dios en el contexto de esta promesa, él me ha ayudado.
A cualquiera que pregunte por qué apelar a Dios en el contexto del Santuario celestial debiera hacer una diferencia, mi respuesta siempre está lista: En realidad no sé. Pero tampoco sé cómo funciona la electricidad, o mi computadora. Pero las utilizo todos los días.
No, no oro con frecuencia en el contexto de la promesa del Sal­mo 20. Pero en tiempos de extrema y genuina dificultad, el Espíritu me trae la promesa a la memoria, y me refugio allí. Y como una ex­plicación a mi propia mente de lo que está sucediendo, vuelvo a la oración de Salomón en la dedicación del templo de Jerusalén. Una y otra vez, el rey alude a la centralidad del templo, pidiendo a Dios que oiga "la oración de tu siervo y de tu pueblo Israel; cuando oren en este lugar" (1 Reyes 8:30). No menos de siete veces expresa Salo­món el mismo sentimiento apelando cada vez a Dios a escuchar a su pueblo cuando, en tiempos de calamidad, "oraren a Jehová con el rostro hacia la ciudad que tú elegiste, y hacia la casa que yo edifiqué a tu nombre" (1 Reyes 8:44). Y en cada caso, el rey se adelantó a su tiempo, reconociendo que, mientras se enfocaba su atención en el templo terrenal, conocía la verdadera fuente de su ayuda, repitien­do una y otra vez la fórmula: "Tú oirás en los cielos su oración" (1 Reyes 8:45).
Como Daniel comprendía este concepto, cuando hizo frente a una gran crisis oraba tres veces al día, "abiertas las ventanas de su cá­mara que daban hacia Jerusalén" (Daniel 6:10). Y cuando oró hacia Jerusalén y hacia el templo en ruinas, Dios escuchó desde su morada en el cielo, y contestó su oración.
De modo que, con fe sencilla digo que algo ocurre cuando ora­mos hacia el Santuario, no hacia el templo terrenal (porque su tiempo ha pasado), sino hacia el celestial, donde Jesús, nuestro gran Sumo Sacerdote, ministra en nuestro favor. No puedo explicarlo, pero es como si Dios se llenara de gozo porque nos acercamos a él en el contexto del ministerio sumosacerdotal de su Hijo Jesús en ese sa­grado lugar.
Para mí, personalmente, entonces, el ministerio sumosacerdotal de Jesús está muy lejos de ser teórico, lejos de ser abstracto. Es parte de mi vida espiritual, y me llena de esperanza y confianza. Y me alienta grandemente saber que alguien está de mi parte en el mismo centro del poder cósmico.
[1] Ellis Peters, The Sanctuary Sparrow (Nueva York: William Morrow & Company, 1983), pp. 10, 13.
[2] Roy Adams, El Santuario (Bogotá: Asociación Publicadora Interamericana, 1998), p. 142.
[3] Elena G. de White, Christian Experience and Teaching, pp. 90, 91.

No hay comentarios: