miércoles, 13 de agosto de 2008

leccion 7 notas ELENA G WHITE


Lección 7
9 al 16 de Agosto de 2008

El apóstol Juan


Sábado 9 de agosto

Juan fue distinguido de los demás discípulos como "aquel a quien Jesús amaba", y recibió muchas muestras de la confianza y el amor que gozaba. Aunque no era débil ni vacilante en carácter, había desarrollado una disposición amigable y un corazón tierno y amante. Se deleitaba en estar junto al Maestro y escuchar sus instrucciones. Su afecto profundo y genuino lo llevó a ser no solamente oidor sino hacedor de sus palabras. Días tras día se acercaba más a su Señor hasta que se perdió de vista a sí mismo, para verlo solamente a él.

Su amor por Jesús no era simplemente una amistad humana; era el amor perdonador y la gracia transformadora de su Redentor. Su afecto profundo y ferviente no era la causa sino el efecto del amor de Cristo por él. No brotaba de una bondad natural de su corazón puesto que había tenido serios defectos de carácter. Pero el yo se escondió en Cristo; el pámpano se unió a la Vid, y aunque había sido naturalmente ambicioso, orgulloso y rápido para responder a la injuria, llegó a ser manso y humilde de corazón y participar de la naturaleza divina. Tal es siempre el resultado de la comunión con Cristo.

Juan estuvo dispuesto a ser entrenado para trabajar con el espíritu correcto. No se aferró a su propia manera de actuar sino a la que fuera la voluntad de Cristo. Se deleitaba en contemplar la vida de su Maestro, y su amor por él le dio una percepción más clara y profunda del carácter de su divino Señor que la que captaron los demás discípulos. En él encontró el perfecto modelo para su vida y siempre estuvo tratando de modelar su carácter de acuerdo a lo que había visto en su Salvador (Signs ot the Times, 8 de enero, 1885).


Domingo 10 de agosto
Llamamiento especial

El amor y la devoción de Juan presentan lecciones de gran valor para la iglesia cristiana. Dios no hace acepción de personas; el cielo es un lugar preparado para aquellos cuyo carácter tenga afinidad con la sociedad de los ángeles; no está reservado para parientes y amigos sino para aquellos que hayan desarrollado el amor. Sus hermosas mansiones estarán abiertas a los que hayan practicado la abnegación, hayan puesto su voluntad en sujeción a la voluntad divina y hayan formado caracteres a la semejanza divina. Pueden haber tenido graves faltas y temperamentos difíciles, agudizados por haber utilizado métodos equivocados de entrenamiento. Pero si mediante la gracia de Cristo han peleado la buena batalla de la fe y subyugado sus malas características, recibirán la rica recompensa de los vencedores.

La obra para cada uno de los que llevan el nombre de Cristo es copiar el divino Modelo, confiando en los méritos de Cristo y dependiendo de su fortaleza. Día tras día debemos subyugar los malos rasgos que luchan por sobresalir. Una fe ferviente y una obediencia amante nos llevarán a una relación más íntima con Cristo como le ocurrió al amado apóstol Juan. Los que, con el poder de la gracia divina, cumplan fielmente con esta obra, reflejarán una luz brillante en este mundo, y brillarán como estrellas a perpetua eternidad en el reino de los cielos (Signs of the Times, 8 de enero, 1885).

Ningún lazo ni compromiso terrenal debiera pesar en la decisión de cumplir con el deber en la causa de Dios. Jesús se desprendió de todo para salvar al mundo perdido y requiere de nosotros una consagración completa. Hay sacrificios que deben ser hechos por la obra de Dios y la mayoría de ellos apela a nuestros sentimientos; pero en última instancia son pequeños sacrificios (Testimonies, tomo 3, p. 500).

"El que ama a padre o madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a hijo o hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí" (Mateo 10:37, 38). Ése es el requerimiento divino; él es Dios; es el Creador; no puede aceptar algo menos que eso. Somos comprados por precio, ¡Y qué precio! La sangre preciosa del unigénito Hijo de Dios. Por creación y por redención somos suyos, y él dispone los términos por los cuales podemos ser salvos. Debemos amarlo a él con todo nuestro corazón, nuestra alma y nuestras fuerzas, y a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Sólo una consagración plena a su servicio será aceptada por Dios, y por esa vida de servicio nos brinda el cielo. "Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios" (1 Corintios 6:20).

Al darle un servicio sin reservas a Dios sólo le estamos devolviendo lo que es suyo. Y todos los que desean poseer los tesoros celestiales deben entender y practicar este principio. Algunos que están en posiciones elevadas y tienen grandes posesiones, como el joven rico, pueden pensar que les cuesta demasiado seguir a Cristo; pero esa es la regla de conducta para llegar al cielo. Todos tienen que llegar a ser discípulos dispuestos a obedecer y nada menos que esto será aceptado. Puede parecer un lenguaje demasiado autoritario, pero no hay otra forma de alcanzar la salvación que rendirse por completo al Señor y abandonar todo aquello que podría desmoralizar todo el ser (The Youth's Instructor, 27 de mayo, 18897).


Lunes 11 de agosto
Hijo del trueno

En una ocasión, Cristo envió mensajeros delante de él a una aldea de los samaritanos, pidiendo a la gente que preparara alojamiento para él y sus discípulos. Pero cuando el Salvador se acercó a la población, pareció querer seguir hacia Jerusalén. Esto suscitó la enemistad de los samaritanos, y en lugar de enviar mensajeros para invitarlo y aun urgirlo a que se detuviera con ellos, le retiraron las cortesías que habrían dispensado a un caminante común. Jesús nunca impuso su presencia a nadie, y los samaritanos perdieron la bendición que les habría sido otorgada, si hubieran solicitado que fuera su huésped...

Los discípulos eran conscientes del propósito que Cristo tenía de bendecir a los samaritanos con su presencia; cuando vieron la frialdad, los celos, y la falta de respeto manifestados hacia su Maestro, se llenaron de sorpresa e indignación. Santiago y Juan estaban especialmente excitados. El que Aquel a quien ellos tan altamente reverenciaban fuera tratado de esta suerte, les parecía un crimen demasiado grande para ser pasado por alto sin un castigo inmediato. En su celo le dijeron: "Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma?" (Lucas 9:54)...

Jesús reprendió a sus discípulos diciendo: "Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas" (S. Lucas 9:55, 56). Juan y los otros discípulos estaban en una escuela, en la cual Cristo era el Maestro. Los que estaban listos para ver sus propios defectos, y se sentían ansiosos de mejorar su carácter, tenían amplia oportunidad de lograrlo. Juan atesoraba cada lección y constantemente trataba de colocar su vida en armonía con el Modelo divino. Las lecciones de Jesús, que enseñaban que la mansedumbre, la humildad y el amor eran esenciales para el crecimiento en la gracia, y un requisito que los capacitaba para su trabajo, eran del más alto valor para Juan. Estas lecciones nos son dirigidas a nosotros como individuos y como hermanos en la iglesia, así como a los primeros discípulos de Cristo (La edificación del carácter, pp. 75-77).

Juan no poseía naturaleza el carácter bondadoso que reveló más adelante. Tenía naturalmente defectos graves. No sólo era orgulloso, pretencioso y ambicioso de honor, sino impetuoso y se resentía frente a la injuria. Él y su hermano recibieron el nombre de "hijos del trueno". La iracundia, el deseo de venganza y el espíritu de crítica se encontraban en el discípulo amado. Pero debajo de todo ello el Maestro divino descubrió un corazón ardiente, sincero y amante. Jesús reprendió su egoísmo, frustró sus ambiciones, probó su fe. Pero le reveló lo que anhelaba su alma: la hermosura de la santidad, el poder transformador del amor (Reflejemos a Jesús, p. 308).


Martes 12 de agosto
El testimonio de Juan

Juan, con un corazón lleno de amor y gratitud, daba testimonio de Cristo como de un Salvador resucitado, y nada ni nadie podía detener sus palabras... Los enemigos de la verdad buscaban silenciar la voz de este fiel testigo y lo desterraron a la isla de Patmos. Pensaban que desde allí no podría traer más problemas a Israel y que finalmente moriría de penurias y angustias.

Las apariencias externas indicaban que los enemigos de la verdad estaban triunfando, pero, invisible, la mano de Dios se movía en la oscuridad. El Señor permitió que su siervo fuera puesto donde Cristo pudiera darle una revelación de sí mismo más maravillosa que la que alguna vez hubiera recibido; donde le fuera posible recibir una iluminación más preciosa para la iglesia. Permitió que fuera confinado en la soledad, para que su oído y su corazón pudieran estar más plenamente preparados para escuchar y recibir las revelaciones que se le darían. El hombre que envió a Juan al exilio no fue relevado de su responsabilidad en esto, pero fue un instrumento en las manos de Dios para llevar a cabo sus propósitos eternos. El esfuerzo para extinguir la luz destacó la verdad en marcado relieve.

Juan fue privado de la compañía de sus hermanos, pero ningún hombre podía apartarlo del compañerismo de Cristo. Una gran luz procedente de Jesús había de brillar sobre su siervo. El Señor cuidaba a su desterrado discípulo, y le dio una maravillosa revelación de sí mismo. Juan el amado fue ricamente favorecido. Con los demás apóstoles había caminado y hablado con Jesús, aprendiendo de él y deleitándose con sus palabras. Su cabeza a menudo había descansado sobre el pecho del Salvador. Pero también debía verlo en Patmos.

Dios, Cristo y la hueste celestial fueron los compañeros de Juan en la solitaria isla, y de ellos recibió o instrucción de infinita importancia. Allí escribió las visiones y revelaciones que recibió de Dios, y que se refieren a lo que ocurrirá en las escenas finales de la historia de esta tierra. Cuando su voz no pudiera testificar más acerca de la verdad, los mensajes que se le dieron en Patmos debían brillar como una lámpara encendida. Gracias a ellos, hombres y mujeres están conociendo los propósitos de Dios, no meramente acerca de la nación judía, sino con respecto a toda nación sobre la tierra (Signs of the Times, 22 de marzo, 1905; parcialmente en, Recibiréis poder, p. 284).

Como testigo de Cristo, Juan no entraba en controversias ni en cansadoras disputas. Declaraba lo que sabía; lo que había visto y oído. Si Cristo era insultado, Juan lo sentía en lo más profundo de su ser, porque sabía que el Señor se había humillado a sí mismo tomando la naturaleza humana. Pero pocos sabían lo que Juan sabía, porque él había pasado de las tinieblas a la luz.

Era el profundo amor por Cristo lo que lo llevaba a Juan a tratar de estar lo más cerca posible de él, y siempre lo conseguía. Jesús ama a quienes representan al Padre, y Juan podía hablar del amor de Dios mejor que cualquiera de los otros discípulos, porque representaba en su carácter el carácter de Dios. La gloria del Señor se reflejaba en su rostro porque la belleza de la santidad que lo había transformado brillaba con la luz de Cristo (The Youth's Instructor, 29 de marzo, 1900).


Miércoles 13 de agosto
Dador de vida

El Espíritu Santo, enviado desde los cielos por la benevolencia del amor infinito toma las cosas de Dios y las revela a cada alma que tienen una fe implícita en Cristo. Por su poder, las verdades vitales de las cuales depende la salvación del alma son impresas en la mente, y el camino de la vida es hecho tan claro que nadie necesita errar en él. Mientras estudiamos las Escrituras, debemos orar para que la luz del Espíritu Santo brille sobre la Palabra, a fin de que veamos y apreciemos sus tesoros (Palabras de la vida del Gran Maestro, pp. 84, 85).

Únicamente el que es uno con Dios podía decir: "tengo poder para poner mi vida y tengo poder para volverla a tomar". En su divinidad, Cristo poseía el poder de quebrar las ligaduras de la muerte.

Está investido con el derecho de dar la inmortalidad. La vida que él depuso en la humanidad, la vuelve a tomar y la da a la humanidad. "Yo he venido -dijo- para que tengan vida y para que la tengan en abundancia.

Cristo es la vida. El que pasó por la muerte para destruir a aquel que tiene el imperio de la muerte es la fuente de toda vitalidad. Hay bálsamo en Galaad, y médico allí. Cristo soportó una muerte atroz bajo las circunstancias más humillantes, a fin de que tuviésemos vida. Dio su preciosa vida para vencer la muerte. Pero se levantó de la tumba, y las miríadas de los ángeles que vinieron a contemplarle mientras recuperaba la vida que había depuesto, oyeron sus palabras de gozo triunfante cuando, de pie sobre la tumba abierta de José, proclamó: "Yo soy la resurrección y la vida" (La fe por la cual vivo, p. 53).

"En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres" (S. Juan 1:4). No se especifica aquí la vida física, sino la inmortalidad, la vida que es exclusivamente la propiedad de Dios. El Verbo, que estaba con Dios y que era Dios, tenía esta vida. La vida física es algo que recibe cada individuo. No es eterna ni inmortal, pues la toma de nuevo Dios, el Dador de la vida. El hombre no tiene dominio sobre su vida. Pero la vida de Cristo no era prestada. Nadie podía quitársela. "Yo de mí mismo la pongo" (S. Juan 10:18), dijo él. En él estaba la vida, original, no prestada, no derivada. Esa vida no es inherente en el hombre. Puede poseerla sólo mediante Cristo. No puede ganarla; le es dada como un don gratuito si cree en Cristo como su Salvador personal. "Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado" (S. Juan 7:3). Esta es la fuente de vida abierta para el mundo (Mensajes selectos, tomo 1, pp. 348, 349).


Jueves14 de agosto
Pasar tiempo con Jesús

Juan fue distinguido de los demás discípulos como "aquel a quien Jesús amaba", y recibió muchas muestras de la confianza y el amor que gozaba. Aunque no era débil ni vacilante en carácter, había desarrollado una disposición amigable y un corazón tierno y amante. Se deleitaba en estar junto al Maestro y escuchar sus instrucciones. Su afecto profundo y genuino lo llevó a ser no solamente oidor sino hacedor de sus palabras. Día tras día se acercaba más a su Señor hasta que se perdió de vista a sí mismo, para verlo solamente a él.

Su amor por Jesús no era simplemente una amistad humana; era el amor de un pecador arrepentido que sentía su dependencia del amor perdonador y la gracia transformadora de su Redentor. Su afecto profundo y ferviente no era la causa sino el efecto del amor de Cristo por él. No brotaba de una bondad natural de su corazón puesto que había tenido serios defectos de carácter. Pero el yo se escondió en Cristo; el pámpano se unió a la Vid, y aunque había sido naturalmente ambicioso, orgulloso y rápido para responder a la injuria, llegó a ser manso y humilde de corazón y participar de la naturaleza divina. Tal es siempre el resultado de la comunión con Cristo.

Juan estuvo dispuesto a ser entrenado para trabajar con el espíritu correcto. No se aferró a su propia manera de actuar sino a la que fuera la voluntad de Cristo. Se deleitaba en contemplar la vida de su Maestro, y su amor por él le dio una percepción más clara y profunda del carácter de su divino Señor que la que captaron los demás discípulos. En él encontró el perfecto modelo para su vida y siempre estuvo tratando de modelar su carácter de acuerdo a lo que había visto en su Salvador (Signs of the Times, 8 de enero, 1885).

Pedro, Santiago y Juan buscaban todas las oportunidades de ponerse en contacto íntimo con el Maestro, y su deseo les fue otorgado. De los doce, la relación de ellos con el Maestro fue la más íntima. Juan sólo podía hallar satisfacción en una intimidad aún más estrecha, y la obtuvo. En ocasión de la primera entrevista junto al Jordán, cuando Andrés, habiendo oído a Jesús, corrió a buscar a su hermano, Juan permaneció quieto, extasiado en la meditación de temas maravillosos. Siguió al Salvador siempre, como oidor absorto y ansioso. Sin embargo, el carácter de Juan no era perfecto. No era un entusiasta y bondadoso soñador. Tanto él como su hermano recibieron el apodo de "hijos del trueno". Juan era orgulloso, ambicioso, combativo; pero debajo de todo esto el Maestro divino percibió un corazón ardiente, sincero, afectuoso. Jesús reprendió su egoísmo, desilusionó sus ambiciones, probó su fe. Pero le reveló lo que su alma anhelaba: La belleza de la santidad, su propio amor transformador. "He manifestado tu nombre –dijo al Padre– a los hombres que del mundo me diste".

Juan anhelaba amor, simpatía y compañía. Se acercaba a Jesús, se sentaba a su lado, se apoyaba en su pecho. Así como una flor bebe del sol y del rocío, él bebía la luz y la vida divinas. Contempló al Salvador con adoración y amor hasta que la semejanza a Cristo y la comunión con él llegaron a constituir su único deseo, y en su carácter se reflejó el carácter del Maestro (La educación, p. 87).


Viernes 15 de agosto
Para estudiar y meditar

Los hechos de los apóstoles, pp. 445-450.

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