miércoles, 13 de agosto de 2008

capitulo 7- libro complementario



Capítulo 7

Juan: caminar en la luz


C
uando Alee Holden cumplió noventa años, apostó cien libras esterlinas con un agente de apuestas, de que él viviría hasta los cien. Diez años más tarde, con perfecta salud, re­gresó para ver al agente y cobrar un total de 25.000 libras. ¡Un buen comienzo para el segundo siglo de su vida!
Le preguntaron cuál era el secreto de su larga vida. Dijo: "Sigo respirando. Si dejas de respirar, estarás en un gran problema". [1]
Muchos cristianos han dejado de respirar. No físicamente, sino espiritualmente. Su experiencia es una rutina, han dejado de ob­tener aire puro que viene de aprender de Jesús. El apóstol Juan se sentó a los pies de Jesús, y fue como inhalar grandes bocanadas de oxígeno espiritual. Proclamar las buenas nuevas acerca de la vida de Jesús le daba energías a Juan. Su vida entera y sus escritos se con­centran en Jesús y en el tema de la vida abundante y eterna. Sólo Juan registra las palabras más memorizadas de Jesús.
"Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna" (Juan 3:16).
Inmediatamente después que aceptó el llamado de Jesús al ministerio junto al Mar de Galilea, Juan vio a Jesús en acción: sanando los enfermos, echando fuera los malos espíritus, y asombrando a la gente con su enseñanza (Marcos 1:21-45). Sus ojos se abrieron a un mundo nuevo mucho más allá de sus viejos botes, redes y la pesca diaria. Captó un vistazo de lo que quiso decir Jesús cuando le dijo que pescaría hombres. Desde entonces, Juan echó su red en el mun­do con el fin de pescar almas y llevar esperanza y sanidad a los que las necesitaban desesperadamente.
Al viajar con Jesús durante los siguientes años, Juan experimen­tó por sí mismo su maravillosa gracia. Modestamente, evitando dar su propio nombre en su libro, Juan se refiere a sí mismo en forma indirecta como aquel a quien Jesús amaba (ver Juan 13:23; 19:26; 20:2; 21:7,20).
Lecciones maestras
En una ocasión, Juan y su hermano Santiago, se acercaron a Jesús con un pedido especial: "Concédenos que en tu gloria nos sentemos el uno a tu derecha, y el otro a tu izquierda" (Mateo 10:37). En otras palabras, cuando Jesús estableciera su reino terrenal, ¿po­dría él, por favor, asegurarles que tendrían los asientos de honor?
No es difícil imaginarse cuan indignados se sintieron los demás discípulos cuando oyeron que Santiago y Juan se habían separado de ellos con el fin de promover sus propias agendas (Marcos 10:41). ¿Por qué Santiago y Juan tendrían un tratamiento especial? ¿Porque ellos eran más dignos? La lucha por los cargos continuó. Irónicamente, era por nada. Los discípulos entendían todo al revés. Habían pensado que el reino de Jesús sería político; por eso, no querían perder nada de la fama o el poder.
¿Qué les enseñó Jesús? Les dijo que esa era la clase de conducta que se esperaría en el mundo político, de los gobernantes y altos oficiales, pero no ciertamente de sus seguidores. Si ellos querían ser grandes, deberían actuar como siervos y esclavos. Aun Jesús mismo no vino para ser servido, sino para servir (Marcos 10:42-45). El vino para dar su vida por el mundo.
En otra ocasión, Santiago y Juan estaban molestos porque la gente en una aldea samaritana no le ofreció hospitalidad a Jesús. Su defensa de Jesús era loable, pero sus temperamentos no. Le pidieron a Jesús si debían hacer descender fuego del cielo y destruir a esos aldeanos. Eso les enseñaría una lección. (Por supuesto, realmente no aprenderían. Todos estarían muertos).
Jesús se dirigió a ellos y reprendió a Juan y a su hermano: "Vosotros no sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvar­las" (Lucas 9:55,56).
¡Qué contraste entre Jesús y sus discípulos! ¡Qué lección para que aprendiera Juan! Y el registro bíblico muestra que él la apren­dió. Más tarde, después que Felipe estableció la iglesia cristiana en Samaria, Juan volvió allí con Pedro. Cuando llegaron, oraron para que los nuevos creyentes recibieran el Espíritu Santo, y des­pués de pasar un tiempo enseñándoles, Pedro y Juan regresaron a Jerusalén.
¿Qué hicieron en camino a casa? Predicaron en las aldeas samaritanas (Hechos 8:25). Tal vez aun predicaron en la misma que Juan había querido bombardear con fuego no mucho tiempo antes. ¡Qué cambio dramático! De un potencial asesino a un misionero. El anterior Hijo del Trueno más tarde escribió:
"El que no ama a su hermano, permanece en muerte. Todo aquel que aborrece a su hermano es homicida; y sabéis que ningún homi­cida tiene vida eterna permanente en él. En esto hemos conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debe­mos poner nuestras vidas por los hermanos" (1 Juan 3:14-16).
Ya no luchan por el poder y las posiciones. "No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él [...] Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre" (1 Juan 2:15,17). Después de la resurrección, Jesús se le apareció a Juan y a los discípulos y les dio una comisión clara: "Como me envió el Padre, así también yo os envío" (Juan 20:21) y les dio los dones del Espíritu Santo (versículo 22). En Pentecostés, el Espíritu Santo cayó sobre ellos con gran poder, y Juan nunca más fue el mismo.
Lucas describe cómo, en una ocasión, Juan y Pedro caminaban por los escalones del templo para ir a orar. Un paralítico que estaba allí les pidió dinero. Le dijeron que no tenían plata ni oro, pero que tenían algo mejor y Pedro lo sanó (Hechos 3:4-8).
Poco después, ambos fueron arrojados a la cárcel por enseñar acerca de Jesús, y luego llevados ante el Sanedrín. Allí dieron un poderoso testimonio que sacudió a su audiencia (Ver Hechos 4:13).
Temas clave
Si había una cosa que Juan quería que la gente supiera, es que en Jesucristo tenemos vida eterna. El es "la luz del mundo" (Juan 9:5), "el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6), "lleno de gracia y verdad" (Juan 1:14). Esa convicción motivó toda la vida y misión de Juan.
Juan enfatizó cómo Jesús vino y personalmente nos trajo vida. El "habitó entre nosotros" y llegó a ser humano para revelar el amor de Dios (Juan 1:14). Por supuesto, Juan sabía muy bien que estaba desafiando a los gnósticos de sus días. Para ellos, la carne era co­rrompida y mala. Lo único de valor era el mundo del espíritu. Y que un dios tomara un cuerpo físico era una abominación completa.
Pero Juan no quería tener nada que ver con esas tonterías. El dice cómo el Hijo de Dios se vistió de carne humana y murió una muerte física por nuestro pecado. Y, aún más sorprendente, por me­dio de su muerte Jesús da vida.
Las Escrituras a menudo usan imágenes de pastores cuidando sus ovejas. En Ezequiel, Dios reprende a "los pastores de Israel que se apacientan a sí mismos". Pregunta: "¿No apacientan los pastores a los rebaños?" (Ezequiel 34:2). Y añade: "No fortalecisteis las débiles, ni curasteis la enferma; no vendasteis la perniquebrada, ni volvisteis al redil la descarriada, ni buscasteis la perdida, sino que os habéis enseñoreado de ellas con dureza y con violencia" (Ezequiel 34:4).
El poeta John Milton retoma este tema en su poema Lycidas, cuando describe a los pastores espirituales que no hacen su tarea: "Las ovejas hambrientas esperan, pero no son alimentadas" . En contraste, Dios dice: "Yo mismo iré a buscar mis ovejas, y las reco­noceré [...] Yo buscaré la perdida, y haré volver al redil la descarria­da, vendaré la perniquebrada, y fortaleceré la débil" (versos 11, 16).
Para Juan, seguir a Jesús fue una misión que daba vida. Su tarea, la tarea de todos los cristianos, es la de traer a las ovejas hambrientas y moribundas a una nueva vida en Jesús. En su historia de las ovejas y el redil, Jesús habla acerca de ladrones que vienen a robar y matar ovejas. En contraste, él dice: "Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia" (Juan 10:10). Tal vez no es acci­dente que en los versículos finales de su evangelio, Juan vuelve otra vez a este tema. Él es el único escritor bíblico que registra que Jesús instruyó tres veces a Pedro que cuidara a sus ovejas.
En la isla de Patmos
Más de cincuenta años después que se organizó la iglesia cris­tiana, el apóstol Juan todavía vivía. Había visto mucho, y aprendido mucho. Había dado su vida por el evangelio. Había visto la destruc­ción de Jerusalén y el templo reducido a un montón de escombros.
La terrible ola de persecución contra los cristianos también lo golpeó. Fue llevado a Roma, juzgado, y arrojado a un caldero de aceite hirviente. Pero sobrevivió y fue exilado a la isla de Patmos. Allí, Dios le reveló muchas maravillas, incluyendo una visión que consumió su corazón y alma, una visión de lo que sucedería cuando Jesús regresara. Para el apóstol Juan, la promesa de la se­gunda venida de Cristo era una línea de vida a la que se aferraba desesperadamente.
Él escribe: "Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, el mar ya no existía más" (Apocalipsis 21:1).
Estas palabras son tan familiares para nosotros que podemos perder fácilmente el sentimiento, la emoción que atrapa el corazón. El apóstol Juan había visto tanto, soportado tanto, desde el Mar de Galilea hasta el medio del Mar Egeo.
Aquí, en medio de las islas griegas, Juan estaba rodeado por agua. Para él era una escena familiar, pero él no la miraba con los ojos de un antiguo pescador. El no la miraba como los turistas amantes del sol que les gusta zambullirse en las cristalinas aguas de Patmos. Las miraba como un muro, una barrera impenetrable, entre él y la comunidad cristiana a la que él amaba. Las miraba como una maldición que lo aprisionaba, una maldición que lo separaba de sus amados.
Sólo podemos imaginar cómo su corazón casi estalla cuando vio la visión de un cielo nuevo y una tierra nueva que reemplazaba la vieja tierra. ¡Y ya no habría más mar! No más separación. Sería la vuelta definitiva al hogar, para Juan. Él describe con más detalles esta visión maravillosa:
"Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido" (Apocalipsis 21:2).
Estoy casado desde hace muchos años. Mi cabello está enca­neciendo. Soy bastante más lento que antes, de muchas maneras. Tengo dolores y molestias donde nunca las tenía antes. Mi hija pequeña tiene mejor memoria que yo. Pero nunca olvidaré la visión de mi hermosa novia, Bettina, el día que nos casamos. Nunca olvidaré la vista de ella, que caminaba hacia mí por en medio del jardín don­de celebramos la ceremonia.
Y Juan nunca pudo olvidar su visión de la Nueva Jerusalén que descendía a la tierra "dispuesta como una esposa bellamente vesti­da".
"Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios" (Apocalipsis 21:3).
La segunda venida de Jesús anunciará una nueva era de mara­villosa reconciliació n en este lugar, un lugar donde no habrá más separación, "no más mar". Los paralelos que hay con la primera venida de Jesús son claros. Juan nos dice que cuando Jesús vino a la tierra, habitó entre nosotros. Juan fue testigo de ello. Fue parte de ello. Y ahora con todo su corazón anhelaba verlo otra vez.
Para Juan, la Segunda Venida no era sencillamente un evento teórico en el futuro distante. No. Era todo aquello por lo cual había vivido y trabajado. Sería un regreso a casa. Sería una reconciliació n con su maravilloso Jesús a quien amaba con todo su corazón, mente y alma.
"Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron" (Apocalipsis 21:4).
Otra vez, escuchemos la emoción en la voz de Juan. No estaba hablando acerca de algún dolor hipotético. No estaba hablando de algún llanto o lágrimas imaginarias. Él tenía lágrimas en sus pro­pios ojos que anhelaba que Jesús enjugara para siempre. Tenía dolor en su propio corazón que no se iría hasta que Jesús regresara. Había visto la terrible persecución de los cristianos a manos de los roma­nos. La había experimentado por sí mismo. Y él anhelaba con todo su ser ese maravilloso día en que Jesús arreglaría todas las cosas.
Ahora, después de dos mil años más del gran conflicto cósmico entre el bien y el mal, hay muchas cosas más que arreglar. Cada día vemos nuevos resultados del conflicto cósmico entre la luz y las tinieblas. Y aunque no nos guste, no podemos ser solo espectado­res. El campo de batalla pasa por nuestros corazones. Cada uno de nosotros o está construyendo el muro de tinieblas, o expandiendo el territorio de la luz.
¿Qué le ocurrió al pecado?
Juan conocía el poder del pecado. Dedicó su vida a mostrar a la gente cómo escapar de sus garras. Hoy, no está de moda hablar acerca del pecado. No es políticamente correcto mencionar la mal­dad. Nuestra sociedad posmoderna prefiere debatir diferentes "pre­ferencias", "tolerancias" , y cuan buena es realmente la gente. Visite la sección de la Nueva Era de su librería local. Millones de personas están comprando libros y DVDs para descubrir al dios interior, y liberar nuestra bondad innata. Pero lo último que necesitamos es otro gurú astuto, millonario, de autoayuda, que nos diga cuan ma­ravillosos somos nosotros.
Cualquier psicología popular o charla de la Nueva Era que igno­re el concepto del pecado no es sólo basura adulterada, es peligrosa. La Biblia, como siempre, nos da la verdad: "Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá?" (Jeremías 17:9).
Encontré esta cita de la Nueva Era: "Usted tiene la fuerza inte­rior y el valor interior de ejércitos victoriosos" . El apóstol Juan sería el primero en decirnos: "No, no es así. Usted es débil, vacilante. Usted necesita algo más. Usted necesita un Salvador de fuera de us­ted mismo, que pueda conducirlo de las tinieblas a su luz admirable. Un Salvador que un día regresará para arreglar todas las cosas que están mal".
Juan registra que Jesús dijo que los hombres "amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz" (Juan 3:19,20).
Una noche, cuando era pequeño, mi madre estaba lista para ir a la cama. Papá todavía estaba trabajando en su estudio. Ella salió del dormitorio para algo, y yo me deslicé en el dormitorio oscuro, me paré junto a la puerta, y puse mi mano sobre la llave de la luz.
Me gustaba la oscuridad porque lo que haría era malo. Unos pocos minutos más tarde, mamá regresó por la puerta y fue a en­cender la luz. Lo que sintió, en cambio, fue una mano caliente en la oscuridad.
Ella gritó con fuerza llamando a papá: "¡Ernie! ¡Ernie!".
De repente, la alegría se evaporó cuando vi a mi madre sufrien­do, y yo terminé llorando. No hay gozo duradero en la oscuridad. Solo podemos pasar de la oscuridad a la luz porque Jesús trajo su luz a nuestra oscuridad. Pero hasta cierto punto, es como tratar de mirar las estrellas cuando uno está en la ciudad. El apóstol Juan lo sabía muy bien: la plena revelación de la luz de Jesús no sucederá hasta que él retorne.
Caminar en la luz
Como crecí en una familia adventista sólida, me enseñaron a distinguir el bien del mal. Tengo recuerdos muy positivos de lo co­rrecto. Los viernes de noche para mí eran momentos llenos de luz y de gran felicidad. Era la ocasión en que toda la familia estaba junta. La casa estaba impecablemente limpia, yo me había bañado, y estaba vistiendo pijamas limpios, se escuchaba música de sábado, y tenía un buen libro para leer.
Y cada viernes de noche, mamá preparaba una sopa caliente y pan fresco. La sopa de papas (patatas) era mi favorita. Recuerdo ha­ber discutido con mi hermano una profunda pregunta existencial. Si tuviéramos que elegir un viernes de noche entre tener las delicias de una caja de chocolates o el placer de una sopa del viernes de no­che de mamá, ¿cuál elegiríamos? Terminamos del lado de la sopa.
Los viernes de noche todavía son un gran gozo. Son como cami­nar en la luz. No es sorpresa que los judíos observantes encienden las velas del sábado los viernes de noche y, con gran tristeza, las apagan al final del sábado. La salvación que Dios ofrece enciende una vela en nuestras vidas. Pero esta vela nunca necesita apagarse. Es una garantía de que cuando él regrese seremos contados entre los que serán llevados a su luz eterna.
¿Ha tenido usted la experiencia de la luz del amor y el perdón de Dios que llena su vida? ¿Sabe lo que significa pasar de la oscuridad a la luz?
No es necesario pasar por un ritual elaborado, pagar una peni­tencia, hacer una peregrinación, o tratar de ser bueno antes de que pueda pedirle a Dios el perdón y un nuevo comienzo. Sencillamente, abra su corazón a Dios. Puede que no escuche cantar a los ángeles, y pueda sentirse todavía malo y culpable, pero sencillamente acepte el hecho de que Dios lo ha perdonado. Eventualmente, conocerá "la paz que sobrepasa todo entendimiento" .
Una vez que hayamos experimentado el amor, el perdón, la gra­cia y el gozo, nuestras vidas nunca serán las mismas. Pablo escribió: "Porque en otro tiempo erais tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor" (Efesios 5:8). Esto significa que vivimos como hijos de la luz. Eso significa que vivimos en bondad, justicia, verdad, "lo que es agradable al Señor" (Efesios 5:9, 10).
Juan dice: "El que dice que está en la luz, y aborrece a su herma­no, está todavía en tinieblas. El que ama a su hermano, permanece en la luz" (1 Juan 2:9,10).
Cuando pasamos a la luz, se nota una diferencia en nuestras vidas. No sólo Dios sana nuestro pasado. El nos da fuerzas para el futuro. Podemos caminar con confianza en la luz como sus hijos e hijas, confiados en su amor y aceptación. Obedecemos sus man­damientos, no a fin de lograr que él nos ame, sino porque ya lo ha hecho.
Coro de Aleluya
Desde su prisión en Patmos, Juan describe su visión: "Y el que estaba sentado en el trono dijo: He aquí, yo hago nuevas todas las cosas. Y me dijo: Escribe; porque estas palabras son fieles y verda­deras" (Apocalipsis 21:5).
Fieles y verdaderas. No tenemos dudas de que un día terminará la guerra cósmica, la luz de Dios perforará la oscuridad de las tum­bas, como escribió John Donne: "Muerte, morirás". No sabemos el día ni la hora, pero vendrá.
¿Qué estamos haciendo usted y yo en los días que conducen a aquel suceso? ¿Podemos cantar con entusiasmo: "Este mundo no es mi hogar"? ¿O estamos demasiado cómodos aquí? ¿De qué lado nos encontraremos cuando Jesús retorne?
¿Estamos del lado de Aquel que hizo brillar su luz en la oscuri­dad cuando resucitó hace dos mil años? En las elecciones de todos los días, ¿nos estamos alistando del lado del bien o del lado del mal, de la luz o de la oscuridad? Dios conducirá un tribunal espiritual de crímenes de guerra, y el padre de la mentira se confrontará con la verdad última. Todos cosecharemos las consecuencias de nuestras elecciones. El apóstol Juan se unirá cantando con toda su fuerza el canto de liberación de Moisés y del Cordero.
Los bebés se acunarán otra vez en los brazos de sus madres.
Todos los sufrimientos cesarán. Para siempre.
Todas las guerras desaparecerán. Para siempre.
No habrá más llanto. Para siempre.
Sólo alegría.

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